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Don Gabino y el hombre del balandrán

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Las paredes blancas de la habitación apenas se veían, cubiertas como estaban de bibliotecas. Muchos de los baldos estaban ocupados por libros, pero otros muchos aún permanecían vacíos, aunque en el piso de madera, un rimero de volúmenes grandes y pequeños, viejos y nuevos, aguardaban mejor ubicación.
Hacia el fondo del amplio cuarto, y separado del resto por un biombo despintado, se adivinaba una alcoba, y hacia el frente, junto a una gran ventana, había un escritorio con otra balumba de cajas, libros, lápices, tintas y estampas religiosas. En medio, un antiguo y enorme globo terráqueo, montado en una base de madera, servía de pie a una lámpara coronada con una gran pantalla roja que cubría, al menos, un cuarto de la mesa. El hombre del baladrán se movía entre el desorden con su hábito negro empolvado y con lamparones y recosidos varios.
-¿Va queriendo don Gregorio?- preguntó don Gabino asomando la cabeza a través de la puerta.
- Va queriendo don Gabino, pero alcaldarse lleva tiempo, así que, paciencia. Pase y tómese unos mates.
Don Gabino no era muy del mate, aunque cuando era amargo y se lo cebaban, lo aceptaba con gusto. Se sentaron ambos en dos sillas, luego de desocuparlas de libros y cajas.
- Y van llegando nomás – dijo don Gabino luego de un rato de silencio compartido.
- ¿Qué cosa? ¿La cellisca? –respondió el cura mirando por la ventana los nubarrones negros que habían comenzado a soltar una escarchilla finita que el viento arremolinaba contra el vidrio.
- No. Los curas perseguidos.
- Y –dijo don Gregorio- somos muchos… -y se quedó pensativo y tristón mientras terminaba su mate.
- Y lo peor es que no los persigue la Bestia…
- Nos persiguen los obispos, que son más crueles todavía. Es cosa de no creer la saña a la que pueden llegar. Castellani tuvo que vérselas, hace cincuenta años, con obispos sandios. Nosotros,  con obispos crueles. La semana pasada nomás me encontré con un amigo con veinticinco años de cura a sus espaldas. Desde hace más de veinte está prestado a una diócesis y se ha pasado la vida en pueblitos de la pampa argentina predicando el evangelio y haciendo el bien, con más cruces que gozos, pero perseverante en sus promesas. Y no quiera creerlo, pero resulta que el nuevo obispo lo llama y le dice: “Para mí sería mejor que vos volvieras en tu casa”. Como lo escucha. Después de más de veinte años de servicio y entrega, lo echa.
- Pero vuelve a su diócesis de origen, ¿no? –preguntó don Gabino con la certeza de que, al final, tan grave no era la cosa.
- Claro que vuelve. Es su derecho. ¿Pero sabe cómo lo espera su obispo? Como el Coyote esperaba al Correcaminos: cuchillo y tenedor en manos y servilleta atada al pescuezo. Y así está el pobre, viviendo en el aire, con el corazón en la boca y la sonrisa en el rostro.
- La pucha que son malos los obispos –dijo don Gabino sin asombro, porque ya conocía la cosa desde hace tiempo.
- Malos y peores. Conozco uno de por acá cerca que no tiene remilgos en recibir dineros por más sucios que sean, tiene rabón, que no rabona, y se aprovecha de las debilidades de un puñado de sus clérigos, sea la ambición, las polleras o el cash, para perseguir con crueldad inaudita a cuanto cura o laico ose siquiera contradecirlo. Por eso, don Gabino, le agradezco de nuevo el refugio que me ha dado.
- Para eso lo tengo. Y todavía quedan dos habitaciones grandes como están por si algún otro cura amigo tiene necesidad de guarida. Y sin contar la que destiné para oratorio, para que allí recen ustedes tranquilos sus latines y misas. Por eso compré esta casa grande, que a mí me sobra por todos lados, porque yo me huelo que los primeros perseguidos van a ser los curas, y me parece que la persecución ya comenzó.
- Y para curas perseguidos, no veo yo más que dos soluciones. Una, la que tuvieron que agarrar los religiosos exclaustrados por la desamortización española del siglo XIX: cada uno se la rebuscó como pudo, alquilando una piecita y viviendo pobre de la caridad de sus amigos, casi como hizo por aquí el cura Castellani. La otra, y la que usted nos ofrece, es la solución que encontró Ronald Knox: la hospitalidad de una amiga que se lo llevó a vivir con su familia a su casa de campo. Y la suya no será una manor house, pero se está muy bien aquí.
- Y somos varios los laicos que nos estamos preparando. Tengo unos amigos chilenos que se han construido cerca de su casa, en medio de un paltal, una linda capilla con casa para el capellán, y están esperando nomás que algún cura agarre viaje. Y, llegado el caso, mis amigos que usted conoció la otra noche…
- ¿Los avejorros?  - preguntó don Gregorio.
- Esos mismos. No tendrían problemas, le decía, en refugiar a curas perseguidos.

Se quedaron los dos amigos un buen rato en silencio, sorbiendo despacio los mates mientras el viento silbaba en el jardín y seguía estrellando la escarcha contra el vidrio.

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