Hover through the fog and filthy air.
Lo hermoso es feo, y lo feo es hermoso.
¡Revoloteemos por entre la niebla y el aire impuro!
William Shakespeare, McBeth, acto 1, escena 1.
yHace ya algunas semanas que apareció en la web un nuevo blog que nos ha dejado helados: allí, un grupo de exmiembros del instituto religioso Miles Christi, denuncia los abusos psicológicos y la coartación de la libertad que han sufrido en esa institución. El caso se suma a otro más conocido y escandaloso –el del IVE-, del que ya dimos suficiente cuenta en estas páginas y sobre el cual acaba de salir hoy mismo un nuevo blog de denuncias con toda la documentación oficial y que pueden visitar aquí.
Como decía un amigo, “la religión es algo muy peligroso”, y verdaderamente lo es cuando su gestión cae en manos de psicópatas, o avivados, o todo eso junto, que se aprovechan de la fe y generosidad de las almas buenas para sus propósitos, que pueden ser perversiones sexuales, ansias de poder y dominación sobre los demás u otros más propios del vodevil, como el instituto salteño donde se lavaba dinero proveniente del narcotráfico. Esta situación, que se repite una y otra vez, debería alertar de una buena vez a los obispos a fin de que dispusieran la prohibición total y absoluta de que sacerdote alguno tenga la peregrina idea de fundar un instituto religioso. Ya suficientes tiene la Iglesia ,y bien harían la mayoría de ellos en disolverse y unirse a los más antiguos y probados.
La genialidad de Shakespeare habilita una reflexión sobre esta situación a partir de algunos textos de MacBeth, unas de sus tragedias más conocidas.
Una característica común a todo este tipo de fundadores es una enorme ambición que tiene sus raíces, creo yo, en una cuestión psicológica que desconozco pero. Su formación y su conciencia católica, sin embargo, les impide buscar claramente el mal que efectivamente provocan. Dice lady MacBeth: Te agradaría ser grande, pues no careces de ambición; pero te falta el instinto del mal, que debe secundarla. Lo que apeteces ardientemente, lo apeteces santamente. (acto I, escena 5). Estos fundadores no tienen el instinto del mal para ejecutar su ambición y, por tanto, el mal debe enmascararse en el bien y así, en sus conciencias o, al menos, a ojos de sus seguidores, el motor de la ambición es nada menos que la santidad. Por eso mismo, los fundadores, frente a sus súbditos, son santos; irremediablemente santos, ya que todo lo que han hecho “lo han apetecido santamente”.
Suelen ser personas inteligentes, con un gran carisma y liderazgo, y habilidad para esconder su maldad. Para engañar al mundo, pareced como el mundo. Llevad la bienvenida en los ojos, en la lengua, en las manos, y presentaos como una flor de inocencia; pero sed la serpiente que se esconde bajo esa flor (acto I, escena 5). Son, efectivamente, serpientes escondidas bajo una flor: quien se acerca, movido por el aroma de santidad que pareciera que despiden, son mordidos y envenenados. Si repasamos los casos que conocemos veremos que es ese su patrón de conducta. Engatusan a jóvenes generosos con los vivos colores del entusiasmo misionero, de la entrega a Dios, de la evangelización de la cultura y de muchas otras cuentas de colores y, cuando menos lo esperan, reciben el mordisco: manipulación de las conciencias, coartación de la libertad, abuso sexual, humillaciones, etc. Y es un veneno particularmente nocivo pues se ordena a quebrar la personalidad y hacer de los religiosos autómatas completamente despersonalizados e incapaces de reaccionar aún frente a lo evidente, en razón de la obediencia o de la santidad del fundador, que sabrá lo que hace.
Pero, ¿cómo es posible que el padre Tal, que era tan bueno, haya sido capaz de cometer semejantes atrocidades? Y agrego: ¿cómo es posible que él mismo las haya soportado en su conciencia? Lo único que se me ocurre responder es que, cuando el perverso comienza el raid de sus abusos, sean físicos o psicológicos, quizás lo vea como un debilidad pasajera, como una caída circunstancial pero, poco a poco, va hundiéndose más en el fango, justamente como el inglés de la fábula de Castellani. “Nos volvamos, patrón”, le decía el peón mientras se internaban más y más en el pantano buscando la garza herida. Pero llega un punto de no retorno, en el que ya no es posible regresar, y allí están hundidos en su propia miseria: He ido tan lejos en el lago de la sangre, que si no avanzara más, el retroceder sería tan difícil como el ganar la otra orilla (acto III, escena 4).
Y hay otra pregunta que todos nos hacemos, y que lleva a que muchos duden de la veracidad de los hechos: ¿cómo es posible que tamañas perversiones puedan mantenerse ocultas durante tanto tiempo? Y la respuesta es simple: por lo encubridores. Un rostro falso debe ocultar lo que sabe un falso corazón (acto I, escena 7). Los encubridores son aquellos que tienen un rostro falso que, al decir de MacBeth, esconde un corazón falso. Los curas cercanos a Maciel sabían, necesariamente, todo lo que se cocinaba en sus alcobas, y lo mismo saben “los eternos” asentados en los suburbios romanos, pero encubren. Y persiguen con saña, y con la calumnia y el Derecho Canónico, a quienes osan levantar, aunque sea levemente, el velo que esconde al perverso. Y justifican la falsedad del rostro aludiendo al “bien del Instituto”, o a “una enfermedad” que padece el Padre Fundador.
El thane de Cawdor no podía saberlo, aunque los fundadores deberían percatarse, de que en el siglo XXI existe Internet. La red de encubrimiento y delación que, seamos sinceros, fue ideada y practicada durante siglos por los jesuitas, puede ser vulnerada con mucha mayor facilidad, y de poco vale que obliguen a todos los miembros de un instituto religioso a que instalen en sus computadoras algún software que permita seguir las navegaciones de su usuario, puesto que el frailecico podrá navegar con su celular, o con su tablet, y enterarse, por boca de los que escaparon de la trampa, de la verdad de la cuestión y en muchos casos descubrirán que lo mismo que les pasó o les pasa a ellos, le pasó también a decenas de sus hermanos en religión.
Quizás sea el encubrimiento de los “buenos” tan grave como la perversión del fundador. Y, como dice MacBeth: Triste necesidad, que debamos por prudencia lavar nuestros honores en los torrentes de la adulación y hacer de nuestras caras máscaras de nuestros corazones, para ocultar lo que son! (acto III, escena 2).No sé yo cómo harán para vivir con ese pecado en su corazón. Es que, tanto sea el fundador como su corte de encubridores, deben desarrollar algún tipo de coraza que les permita vivir con ese enorme peso en la conciencia. Alguno me dirá que no les pesa puesto que su conciencia está ya cauterizada. Es posible. Pero me resisto a creer que no quede en ellos un buen resto de moral o de conciencia de pecado. ¡Son sacerdotes católicos! ¿Cómo no aterrarse al enterarse, quizás semanalmente, que otro de sus dirigidos dejó el ministerio y perdió la fe? ¿O cómo no aterrarse al caer en la cuenta que debido a sus abusos psicológicos destruyeron irremediablemente una vida? ¿Es posible que no tengan reacción alguna frente a eso? Y aparentemente sí, es posible, porque allí andan de los más orondos. MacBeth, al menos, después de haber asesinado al rey Duncan y a su amigo Banquo (y los fundadores han asesinado a muchos más), tenía una conciencia roída: Y la voz siguió gritando de aposento en aposento: ¡No dormirás más!... ¡Glamis ha asesinado el sueño y, por tanto, Cawdor no dormirá más!... ¡Macbeth no dormirá más! (acto II, escena 2).
Pero el espanto puede ser aún mayor si volvemos la vista atrás y vemos la riada de fundaciones que han surgido a lo largo de toda la historia de la Iglesia. ¿Es que siempre habrá sido igual? ¿Es que, irremediablemente, todos los fundadores han tenido las características psicopáticas y pervertidas que vemos en estos últimos representantes de la especie? Francamente, no puede representarme de ese modo a San Benito, a San Francisco o a Santo Domingo. Aunque es posible que hayan existido casos de fundadores anteriores que ejercieron abuso sobre sus súbditos, porque la Iglesia está poblada de seres humanos, no me parece que debiera generalizarse. Como dice Malcom: Los ángeles brillan siempre, aunque el más brillante cayera. Si la infamia tomara el mismo rostro de la virtud, la virtud no dejaría por ello de parecerse menos a sí misma (acto IV, escena 3).
Finalmente, lo más grave de esta situación, es el problema de las víctimas. Son cientos de personas que ingresaron con la ilusión y la generosidad de la juventud a un instituto religioso donde fueron defraudados y abusados psicológicamente y, algunos de ellos, aún físicamente. Y sus vidas quedan destruidas para siempre y, en muchos casos, también quedó irremediablemente destruida su fe.
Creo yo que fue un error de la Iglesia la política de encubrimiento que siguió hasta hace pocos años cuando aparecían casos de abuso: todo debía mantenerse en secreto, el sacerdote trasladado de parroquia y de diócesis, y la víctima convencida o presionada para que no hablara. De ese modo, claro, se salvaba el honor y buen nombre de la Iglesia. Pero, a la vez, se cometía una enorme injusticia con quien había sufrido el abuso, mientras el culpable continuaba con sus correrías.
Por eso, a las víctimas que sufren esta pesadilla, bien les vienen las palabras de Malcolm: ¡No hundáis el sombrero sobre vuestras pupilas! Dad palabras al dolor. La desgracia que no habla murmura en el fondo del corazón, que no puede más, hasta que le quiebra (acto IV, escena 3).