Había nacido para cosas grandes, predestinado incluso por su apellido: Buenanueva, es decir, Evangelium. Hasta su físico -un poco más que corpulento-, lo animaba a la grandeza, tanto es así, que sus amigos lo llamaban el Oso.Se hizo cura en la arquidiócesis de Mendoza y, en medio de la progresía constitucional de su clero, él era conservador. Fue designado rector del seminario y, amante de la liturgia como era, alentaba el gregoriano entre los seminaristas y hasta les prohibía entrar con zapatillas al templo. En su momento, se mostró gran defensor del papa Benedicto XVI e, incluso, llegó a alentar discretamente la celebración de la misa tradicional en la diócesis. Sentido común y nada de otro mundo, por cierto, pero para quien escasamente podía ser catalogado de línea media, todo esto lo convertía en un cura interesante y prometedor.
Y la promesa tomó aún más cuerpo, si esto fuera posible, cuando fue elegido por el papa Ratzinger como obispo auxiliar de Mendoza, y desde el primer momento mostró que lideraría una línea conservadora: se opuso tenazmente al arzobispo y ordenante de su consagración, el odioso Mons. Arancibia, quien prácticamente le había prohibido que se hiciera escudo episcopal, ya que no era más que una rémora de épocas feudales. Pero el P. Sergio Buenanueva, el Oso, se puso firme y se ordenó con lema, escudo, faja de moiré y filetata.
Pero las cosas cambiaron cuando llegó el fatídico marzo 13 del 13. Como la inmensa mayoría de obispos argentinos, que detestaban discretamente al cardenal Bergoglio, y a la vez le temían, se permitió inicialmente unos cuantos chistes e ironías, que comentaba a sus allegados, dejando ver la distancia que lo separaba del nuevo papa. Pero las cosas cambiaron cuando Francisco lo eligió obispo de, justamente, la diócesis de San Francisco, ubicada en los contornos de Córdoba. Una jurisdicción pequeña y sin ninguna importancia, pero serviría para un despegue que, quizás, podría llevarlo a la púrpura. Y así, el Oso se fue poco a poco alineando con el bergoglismo. Se volvió un mediático-virtual, manteniendo al rojo vivo sus cuentas de Tweeter, FaceBook, blog y cuanto recurso más que le permitiera notoriedad.
Y lo que quería Mons. Buenanueva era ser notorio sobre todo en Roma, donde sabía que lo estaban midiendo. Había que aprovechar el momento, no dejar pasar la oportunidad y así, empezó a desparramar elogios a Francisco a diario, a troche y moche, a tiempo y a destiempo. Era insólito para todos lo que lo conocían. ¿Era posible que el Oso hubiese dado tal golpe de timón?
En realidad, y bien mirada la cosa, los elogios no eran tanto al pontífice cuanto a sí mismo. Lo que mostraba en la cámara -o en la selfie de la que es muy adicto- , era que él, Sergio Buenanueva, era la encarnación misma de los postulados bergoglianos. Y la política, parece, le empezó a redituar pronto ya que se posicionó muy bien en la Conferencia Episcopal Argentina, presidiendo la CEMIN o Comisión de Ministerios, tal vez la comisión más importante del episcopado si por proyección se mide.
Y fue justamente este puesto el que le permitió que hace apenas dos semanas haya viajado a Roma a visitar el Colegio Argentino, donde estudian los curas de diversas diócesis del país. Era una visita formal y apostólica, que culminaba con un encuentro en el Palacio Apostólico con el mismísimo Papa. El encuentro seguiría el protocolo previsto, lo cual implicaba que Su Excelencia, como presidente de la CEMIN, leería un discurso ante la augusta figura del Romano Pontífice.
El Oso se preparó con tiempo. No es muy inteligente, pero se las arregló para redactar, después de pulir y pulir, día tras día y noche tras noche, una alocución ampulosa y relamida. Dicen los indiscretos que pasó los últimos días horas enteras delante del espejo midiendo no solamente cada palabra y cada entonación sino también cada gesto. ¿Quién decía? Podía ser que volviera hecho arzobispo.Y así, tal como indica el protocolo vaticano, Mons. Buenanueva presentó con antelación el discurso en la Oficina vaticana, de lo más orondo con su obra de oratoria digna de Bossuet.
Y llegó por fin el día del encuentro. Y apareció Bergoglio en la Sala Clementina, con andar desacomodado y faja caída. Simulando una sonrisa, saludó a todos los curitas estudiantes argentinos. Y se sentaron todos. Su Excelencia sabía que había llegado la hora de su gloria. Desenrolló su panegírico, miró al Pontifex Maximus cual cónsul romano redivivo, o cual nuevo Arístides en espera de su corona de laureles. Carraspeó un poco a fin de clarificar su voz… y sucedió lo imprevisto. Las musas lo abandonaron, y con ellas se fueron todos los faunos y dioses menores que merodeaban por los mármoles clementinos.
Bergoglio le hizo un ademán con su mano derecha abierta, barriendo el aire de arriba hacia abajo, y le espetó en voz alta: “Dejá eso; ya lo leí. Dejame charlar un rato con estos buenos muchachos”.
Y el Oso, encinchado en violeta episcopal, tuvo que sentarse entre confuso, colorado y lloroso. Y allí se quedó, achicado cual osito de peluche, mientras el Papa pasó una hora y media conversando con los curas, sin mirarlo siquiera una vez, en un ninguneo expreso y elocuente para todos.
Moraleja:
Esta anécdota verídica y muy reciente viene bien para obispos, curas y hasta laicos: no le laman más las botas ni le chupen más las medias a Bergoglio. No sólo es una actitud vil, baja y rastrera, sino que es absolutamente ineficaz. El personaje podrá ser psicópata pero, justamente por eso, no es tonto y se da cuenta enseguida quiénes son los serviles que quieren sacar partido con sus halagos. Y no le gusta nada. Y se venga. Y les hace morder el polvo, como al Oso Buenanueva quien, previsiblemente, terminará sus días como Mons. Taussig, que hizo lo mismo que él, en una diócesis de cuarta categoría.
Reflexión:
Se entienden los temores que padecen obispos y curas. Se entiende la dificultad de sobrevivir en estos tiempos. Nadie les pide extremo heroísmo. No sería justo. Nadie está obligado a ser un héroe (aunque un obispo me parece que sí). Pero resulta muy canalla subirse al elogio desmedido y tan abiertamente hipócrita. Da pena y vergüenza ajena verlos, y pescarlos, in fraganti en una doble vida de apóstoles disidentes, conscientes de los disparates de Francisco, junto a un servilismo infame, que recuerda a los aplaudidores compulsivos que rodeaban a Cristina Kirchner en sus apariciones. Y es dos veces penoso ver que terminan resbalando sobre su propio rendezvous para risa de todos.
Un papelón.