Comienza un nuevo año. El año de gracia de 2016. Y lo hemos comenzado recordando, una vez más, la asombrosa noticia sobre la que se cimenta nuestra esperanza. La noticia más asombrosa, sin duda: «porque hay distancia más inmensa / de Dios a hombre, que de hombre a muerte». Y, aún así, los cristianos reconocemos y confesamos que el Altísimo «se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre».
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Y querríamos inundar el mundo entero con el aviso. Querríamos que todo el mundo se alegrara hasta el desbordamiento, y que la Navidad fuera una fiesta verdaderamente arrolladora. Porque no estamos solos. Porque no somos una mera combinación efímera de polvo estelar. Porque el fondo de la realidad no es el azar, la materia inerte, la inconsciencia, la muerte. Porque «por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó del Cielo». De manera que «un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado», cuyo nombre es «Dios fuerte, Padre eterno».
Sin embargo, lo cierto es que no todo el mundo se alegra con esta gran luz. En Occidente muchos se burlan de semejante vieja leyenda infantil. Y la burla se va transformando crecientemente en odio, y en un deseo mal disimulado de acabar cuanto antes con esta «farsa». En los países musulmanes los cristianos son perseguidos, discriminados, torturados, y masacrados sin piedad. Sobre un fondo de miedo y amenaza viven también su fe nuestros hermanos en la India, en China, y en los países de mayoría budista. Y en Israel son ciudadanos de segunda, a los que se tolera por motivos pragmáticos, pero poco más.
Esta es la situación real. Y no resulta demasiado difícil entender su causa: Se trata del choque entre las distintas imágenes del mundo. Pues cadahombre trata, en la medida de sus posibilidades, de interpretar y valorar los acontecimientos de su vida a partir de un marco general. O, dicho de otro modo, cada persona trata de entender su vida y su entorno desde una imagen del mundo, o cosmovisión. Y una imagen del mundo incluye siempre, ya sea implícita o explícitamente, un postulado clave acerca de las características de la realidad primera. Tanto las distintas religiones como el materialismo ateo, que por ahora domina en Occidente, son cosmovisiones. Cosmovisiones que discrepan entre sí en su caracterización de esa realidad primera.
Por eso, la convivencia entre personas y comunidades que aceptan como planteamiento básico cosmovisiones diferentes resulta muy problemática. Puesto que lo que los seguidores de un determinado enfoque ponen en duda no es nada menos que la validez del propio marco básico desde el que los demás interpretan su vida y su entorno. Las cosmovisiones no son colores. No da lo mismo blanco que negro. Y haberse equivocado en esto, en el fondo, es haberse equivocado en todo.
Imaginemos, pues, que se produce un encuentro entre un budista, un hinduísta, un judío, un cristiano, un musulmán, y un ateo. Cabe hablar de algunas cosas: de economía, de negocios, de fútbol, de física, del tiempo... Cabe tratar de ser amables y corteses. Cabe intentar que el encuentro transcurra sin graves incidentes, y que se consigan acuerdos sobre tales o cuales materias particulares. Pero no podemos evitar que cada uno de ellos piense que los otros están profundamente equivocados en lo más esencial. Ni podemos evitar que muchos de ellos se sientan incluso cuestionados en lo más íntimo por la mera presencia de los otros.
En un suelo así, el odio germina con facilidad. Por desgracia. Y esta es la situación real ―la dolorosa situación real― en la que nos hallamos. Y es la fuente última de los choques y los atropellos que estamos viviendo los cristianos.
¿Hay alguna solución? No lo sé. Ojalá pudieran encontrarse formas para soportar las tensiones cosmovisionales sin estallidos de violencia física. Pero no es en modo alguno seguro que existan tales formas, ya que, sin ir más lejos, no todos reconocen la primacía del Logos sobre el poder. Y, por tanto, no todos convendrán ni siquiera en el punto mínimo de que sea la discusión y el diálogo el campo en el que se diriman las diferencias. Hay también adoradores del Poder, adoradores de una Voluntad que puede imponerse por la mera fuerza bruta. Sí: Hay planteamientos profundamente malvados, que esparcen odio por esencia. Hay religiones demoniacas.
Pero exista, o no exista, solución al choque físico entre cosmovisiones, un católico tal vez debería esperar de la cátedra de Pedro algo mejor que un análisis tabernario del problema. Un análisis tabernario es fácil, y todos incurrimos en él de buena gana de vez en cuando. Resulta agradable reunirse con un par de amigos, tomar algo, y conversar enfocando los más diversos problemas de una manera simplificada, en la que queden fuera del tablero precisamente los factores que convierten los asuntos en endiablamente difíciles. En la taberna, uno puede, con tal de que haya bebido lo suficiente, simplificar el conflicto entre las distintas cosmovisiones, enfocando sólo el denominador supuestamente común del diálogo y del amor... ¡Qué bonito es el amor! Vistas así las cosas, todos convendríamos en el fondo en lo esencial, mientras que las discrepancias serían más superficiales, cuando no malentendidos que cabría limar con una serie de aclaraciones y explicaciones mutuas. Son efectos de la niebla etílica, que todo lo iguala, y borra todos los contornos y matices.
En la taberna, insisto, uno puede olvidar que no todas las religiones son hermanas en el diálogo, porque no todas las religiones creen que Dios sea esencialmente Logos. En la taberna, uno puede calificar de «maneras de encontrar a Dios» ―«maneras»: es decir formas accidentales― lo que en realidad son concepciones de la realidad primera incompatibles entre sí. Puede olvidar que ser cristiano implica necesariamente pensar que la imagen coránica de Dios es en gran medida falsa, y viceversa. Y no digamos ya la imagen budista del mundo y de la salvación. En la taberna, uno puede olvidarse de que Cristo se llamó a sí mismo «Verdad», y no «una opción más». Puede olvidar que hemos recibido un mandato de anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todas las naciones. Y puede olvidar también que el anuncio del Evangelio, que para los cristianos no es algo opcional, sino un mandato imperativo, es considerado precisamente como un delito gravísimo desde la perspectiva de esas otras «maneras de encontrar a Dios» con las que se pretende confraternizar.
¿Qué pretende explicarnos el Papa Francisco? ¿Que en el fondo es lo mismo ―o sólo secundariamente distinto― creer en Cristo o en Buda o en Mahoma? Es decir, en otros términos, ¿que en el fondo es lo mismo ―o sólo secundariamente distinto― creer o no creer que el Altísimo «por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó del Cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre»?
¿A quién han elegido, pues, los cardenales como Sumo Pontífice con el nombre de Francisco? ¿A Obama? ¿A John Lennon?, ¿O tal vez a un obispo que, por razones de edad, o de notoria falta de capacidad, no está en condiciones de custodiar ni las verdades más elementales del depósito de la fe?
Comienza un nuevo año. El año de gracia de 2016. Quiera Dios proteger a su Iglesia este año de todo mal. También de las ideas y soluciones tabernarias que están envenenando su sangre desde Roma.
Francisco José Soler Gil