"El avión blanco del Vaticano tomó tierra solo -distinguiéndose claramente- con mucha anticipación, pues la aeronave vaticana llegaba siempre la primera a todas partes. Se diría que la tenían dispuesta día y noche para despegar, cargada con medicamentos, dominicos vistiendo jeans y piadosas misivas. Probablemente volaría a la velocidad supersónica de los símbolos. Para equiparla, el papa Benedicto XVI, (*) empobrecido por voluntad de su predecesor, vendió la tiara y el Cadillac. Pero como su imagen sobrevivía aún a través del mundo, sobre todo en las parroquias más humildes y rezagadas de Córcega y Bretaña, Luisiana e Irlanda, Galicia y Calabria, donde había muchos católicos demasiado lerdos y supersticiosos para imaginar un pontífice sin tiara ni automóvil aparatoso, los donativos afluyeron al instante. Cediendo ante la presión de aquellas pobres gentes, el Papa rescató con gran tristeza su tiara y su coche para revenderlos aprisa y alegremente en nombre de la santa humildad cuando la opinión pública o quizá las circunstancias exigieron el despegue inmediato del avión blanco. A decir verdad, se intentaba enriquecerlo con una regularidad desconsoladora. ¡Por fortuna, allí estaba el avión blanco para sacarlo de apuros! Era un papa muy popular en la prensa, un papa que había sabido adaptarse a su época. ¡Excelente portada! Se le mostraba alimentándose con una lata de sardinas, empuñando un tenedor de hierro en su pequeño comedor-cocina bajo las cúpulas del Vaticano. Si se piensa que ese romano único, mal nutrido, habitaba en Roma, una urbe rebosando salud, exhibiendo unas riquezas bien ganadas a lo largo de los siglos, no parece exagerado afirmar que él aportaba realmente lo suyo. Sin embargo, inspiraba todavía cierto desprecio a algunos romanos cerriles."
El párrafo que encabeza esta entrada no es la cronica trasnochada de algún periodista luego del apenas terminado viaje pontificio a Cuba y Estados Unidos, periplo que nos ha hartado con una obscenidad nunca vista de corrección política e indiferencia a las verdades cristianas. Se trata de la novela El campamento de los santos, escrita por Jean Raspail en 1973. Huelga decir que el papa ficticio que aquí se menciona no puede confundirse en modo alguno con Su Santidad el Papa Benedicto XVI, dedicado por estos días a la piadosa tarea de alimentar pececillos pontificios.
Con traducción de Jack Tollers, aquí les dejo una esclarecedora entrevista al autor del libro que se anima a decir lo que cualquier europeo con sentido común, y cualquier extranjero que aborda el metro parisino o londinense, ve: en pocas décadas, Europa deja de serlo.
Jean Raspail publicó “El campamento de los santos” en 1973. En esa novela describe cómo una inmigración masiva que comienza en Francia conduce a la destrucción de Europa. En uno de sus números de abril de este año, la revista “Valeurs Actuelles” publicó una entrevista con el autor.
¿Qué piensa de la situación actual?
¿Sabe una cosa? No abrigo deseo alguno de agregarme al gran grupo de intelectuales que se la pasan debatiendo acerca de la inmigración… tengo la impresión de que esos debates son completamente inconducentes. A esta altura de las cosas, la gente ya sabe todo, aunque más no sea intuitivamente: que Francia, tal como nuestros ancestros la modelaron hace siglos está desapareciendo. Y que nosotros entretenemos al público hablando incesantemente sobre la inmigración sin decir la verdad jamás. Una verdad que por otra parte es indecible, tal como lo notó mi amigo Jean Cau, porque no importa quien lo diga, inmediatamente es abucheado, condenado y silenciado. Richard Millet estuvo cerca de que le pase algo así, ¡y mire lo que le pasó! (N. del T.: Refiere al escritor de la casa editora Gallimard que publicó un escrito en el que decía aprobar, no la conducta de Anders Breivik—el noruego que mató a casi un centenar de personas porque sí nomás—pero sí su manifiesto de 1500 páginas que “posteó” en la web donde expresa su odio hacia la social democracia, la inmigración indiscriminada y el multiculturalismo. Después de eso, la casa Gallimard lo destronó de su puesto como editor).
¿La gravedad del problema es una cosa que se le esconde al público francés?
Sí. ¡Empezando por los políticos a cargo de esto! Públicamente, dicen que “todo está bien Señora Marquesa”. Pero a puertas cerradas admiten que sí, que tenemos un verdadero problema. He recibido varias cartas muy edificantes sobre todo esto de parte de políticos de izquierda prominentes, y de la derecha también, a quienes les había mandado “El campamento de los santos”. “Pero, como comprenderá, no podemos decirlo”. Esta gente tiene un doble discurso, una doblez de conciencia. ¡No sé cómo se las arreglan para hacerlo! Creo que la desazón proviene de ahí: la gente sabe que hay gato encerrado. Hoy en día decenas de millones de personas no compran el discurso oficial sobre la inmigración. Ni uno de ellos puede creer que eso es una oportunidad para Francia, “une chance pour la France”. Porque la realidad se les impone, todos los días. Todas esas ideas bullen en sus cabezas pero no encuentran expresión.
¿No cree que sea posible asimilar a los extranjeros venidos a instalarse en Francia?
No. El modelo de integración no está funcionando. Aun cuando expulsemos a algunos inmigrantes ilegales más y aun cuando mejoremos los resultados de la integración de extranjeros, su número no dejará de crecer y nada cambiará en lo que respecta al problema fundamental: la progresiva invasión de Francia y de Europa por cuenta de una innumerable cantidad de extranjeros provenientes del Tercer mundo. No soy ningún profeta, pero uno ve claramente la fragilidad de estos países en los que reina una pobreza insoportable al lado de riquezas indecentes. Esa gente no se rebela contra sus gobiernos: no esperan absolutamente nada de ellos.
Entonces viran hacia nosotros y llegan a Europa en botes, cada vez más numerosos, hoy en Lampedusa, mañana en otra parte. Nada los descorazona. Y merced al juego demográfico, para el 2050, más o menos, habrá tantos franceses nacidos en el país como extranjeros residentes.
Muchos serán naturalizados. Lo que no quiere decir que se convertirán en franceses. No digo que sea gente mala, pero la naturalización en los papeles no equivale a una naturalización del corazón. No puedo considerarlos compatriotas. Tenemos que endurecer drásticamente las leyes, nada es más urgente…
¿Cómo puede Europa arreglarse con estas inmigraciones?
Sólo hay dos soluciones. O bien los acomodamos y entonces Francia—su cultura, su civilización—será borrada del mapa sin siquiera funerales de por medio. A mi juicio, eso es lo que va a pasar. O no los acomodamos nada—lo cual supone definitivamente despreciar esas “ideas cristianas vueltas locas” que decía Chesterton, o estos otros depravados derechos humanos, a la par de distanciarnos inapelablemente, para evitar la disolución de nuestro país en un generalizado mestizaje. No veo otra solución posible. De joven he viajado mucho. Todas las gentes son fascinantes, pero cuando uno los mezcla demasiado, aparecen más animosidades que recíprocas simpatías. Nunca es pacífico el mestizaje. Se trata de una peligrosa utopía. ¡Vean lo que sucede en Sudáfrica!
En el punto al que hemos llegado ahora, las medidas que habría que tomar necesariamente serían muy coercitivas. No creo que vaya a pasar y no veo a nadie con el coraje como para hacerlo. Tendrían que jugarse por entero en semejante empresa ¿y quién está dispuesto a tanto? Ahora, no creo ni por un instante que los que alientan la inmigración sean más caritativos que yo: probablemente ni uno solo de ellos tenga la menor intención de darle la bienvenida a estos infortunados en sus propias casas… todo eso no es más que una máscara emotiva que genera un vertiginoso torbellino que arrasará con nosotros todos.
¿Por tanto no existe ninguna solución más que la sumisión o la coerción?
A lo mejor podría haber una tercera salida, pero tendrá una sola oportunidad: la creación de comunidades aisladas o barrios cerrados donde puedan refugiarse quienes se sientan étnica y culturalmente amenazados. De hecho, algo así ya está ocurriendo: ya estamos viendo como franceses nacido y criados en este país huyen de los barrios más “sensibles”. Las demostraciones contra el matrimonio de los homosexuales también son una manifestación de esto mismo: dan testimonio del rechazo de millones de franceses que se oponen al “cambio de civilizaciones” que promete la Izquierda y Christiane Taubira. Hoy en día, todo el mundo rechaza estas formas de comunitarismo, pero podrían constituir una solución, por lo menos provisoriamente. Las comunidades aisladas se verán reforzadas por su recíproca animosidad y eso, inevitablemente, no puede sino terminar, finalmente, en confrontaciones extremadamente violentas. Aun cuando uno no quiera que ocurran.
¿Ud. no cree en un repentino nuevo comienzo, como ha ocurrido muchas veces en la historia de Francia?
No. Requeriría un espíritu épico, una inteligencia del destino providencial de la patria para que en Francia fuera posible un nuevo comienzo. Requeriría de gente que todavía creyese en su país. No veo que quede mucha gente así. Y, para empezar, habría que reformar enteramente el sistema educativo nacional, además de los medios audiovisuales, quitándole el púlpito y las tarimas a los docentes y a los periodistas que participan tan activamente de la desinformación en curso… Hemos desacralizado la idea de nación, el ejercicio del poder, el pasado de nuestro país. Hemos agrietado la estatua de Francia, la hemos desfigurado (¡sobre todo la Izquierda!) a punto tal que ya nada inspira respeto. El poder de las falsas ideologías diseminadas por todo el sistema educativo francés y los medios masivos, es ilimitado. Pero en lo que mí respecta, he vivido en Francia durante 1500 años, estoy conforme con lo que es mío, y no abrigo deseo alguno de que eso cambie.