Un lector dejó ayer un comentario en el que citaba al padre José María Iraburu definiéndose sobre la posibilidad de la elección de un papa hereje. Decía el preste: “Desde las hondas profundidades de mi ingenuidad le diré que si en un Cónclave los electores eligen a uno que es hereje, cosa que puede permitir Dios, no se produce un Pastor necio, falso, precursor del Anticristo: sencillamente la votación aunque, aunque haya sido unánime, es nula e inválida. Hay ‘error in persona’ . No hay Papa. Hay sede vacante. Y ya la providencia de Dios verá los medios para remediar el desastre y asegurar un Papa verdadero en la Sede de Pedro, que es Roca indefectible, sobre la que Cristo edifica su Iglesia, aunque las fuerzas infernales atenten contra ella”.
Como ya bien respondió Ludovicus, el p. Iraburu es el abanderado de los neocones que, durante el pontificado de Benedicto XVI, acuñó la clasificación de “filolefebvristas” y otras sandeces más por el estilo, a fin de encasillar en ellas a los que osaban pronunciar la mínima crítica al magisterio pontificio, ya fuera una encíclica o el comentario papal a un guardia suizo. Ahora, espantado, no sabe qué hacer con el Papa Francisco, y está abriendo el paraguas por el chaparrón que se avecina.
A mí se me ocurren algunas reflexiones:
1. Es notable la coincidencia de las posturas de Iraburu y de todo el neoconismo vaticanosegundista con las de la Fraternidad San Pío X. Ambos contribuyeron, a su modo, a crear un monstruo que se volvió inmanejable: el Papado. La hipertrofia que sufrió en los últimos siglos la figura del papa romano condujo a esta situación. Ya señalamos hace algunos años en este blog los problemas que se generaron a partir de la Reforma protestante y de la respuesta católica: la reforma tridentina. Uno de ellos fue el circunstancialmente necesario agigantamiento y autoridad del Sumo Pontífice como medio de mantener la unidad de la fe. El problema se generó cuando esa autoridad se fue acrecentando a punto tal que, con Pío IX la Iglesia comenzó a padecer de hidrocefalia: recordemos al Papa Mastai Ferretti aplastando con su sagrado pie la cabeza de un obispo de rito oriental que se oponía a la proclamación del dogma de la infalibilidad pontificia o, mejor aún, su rabieta con el cardenal Guidi: el 18 de junio de 1870, este cardenal de la Curia le sugirió a Pío IX que, antes de redactar la Pastor Aeternus, “debería informarse sobre el sensus ecclesiae y sobre la tradición de las iglesias, antes de una decisión doctrinal infalible”. Esto provocó una enorme rabieta en el Papa quien pidió explicaciones al purpurado. Y éste, que no era ningún tonto, se las dio de un modo irrebatible con argumentos de Santo Tomás de Aquino y de San Roberto Bellarmino. Pío IX, vencido, acalorado y furioso, gritó: “ ¡Yo, yo soy la tradición; yo, yo soy la Iglesia!”. Y, mientras tanto, el bueno de San Juan Bosco declamaba la insensatez de los “tres amores blancos”, poniendo al Papa a la misma altura que la Eucaristía y la Santísima Virgen.
La enfermedad no se detuvo, sino que se acrecentó. San Pío X, un papa ortodoxo pero de ningún modo tradicional, cambió a su antojo la disciplina plurisecular de la Iglesia sobre la frecuencia de la comunión, y a su antojo también reformó el breviario romano, primera y catastrófica reforma que anticipa, casi puntualmente, la reforma posterior de la misa. Y para quienes dudan o piensan que exagero, pueden leer el reciente libro de Honoré Vinck al respecto, o leer aquí un buen y extenso resumen en inglés.
Con Juan Pablo II y su carácter histriónico; con el pulular de institutos neocones como el Opus Dei, Legionarios de Cristo, Fasta, IVE, Miles Christi, etc., etc.; con la universalización invasiva de los medios de comunicación, el Papa se convirtió en un semidios, intocable, impoluto, santos súbito por derecho propio - los últimos papas están todos en los altares- y con una multiplicación inaudita de “actos magisteriales”, -peroratas en la mayoría de los casos-, que esos mismos institutos neocones, y el P. Iraburu, se ocupaban de catalogarlos como magisterio ordinario, al que no pertenecían, o luego incluían directamente en la infalibilidad pontificia (hay una tesis doctoral escrita sobre eso).
Si alimentaron ese monstruo; no pueden quejarse que ahora el que ocupa la sede pontificia sea Bergoglio. Nadie aseguraba que siempre estaría allí un teólogo de fuste como Ratzinger o, al menor, una persona con fe católica.
Ahora, a aguantarse y a joderse porque se les despertó Frankestein.
2. La FSSPX se regodea con este papismo hipertrofiado hasta Juan XXIII, cuando dejó de gustarles. Y tienen razón en eso. Pusieron el freno en los ’60. Aumentaron la intensidad de la criongenización del monstruo y lo preservan tal como estaba hasta el pontificado de Pío XII. Alguna vez escuché un argumento para justificar esta actitud: los papas posteriores -o quizás sólo se referían a Francisco- han renunciado a su munus pontificio. Es decir, de algún modo “no ejercen el poder pontificio”. ¡Mamma mia! ¡La solución es que ejerzan mayor autoridad! ¿Se imaginan qué haría Bergoglio con más autoridad? ¿O, por caso, alguien cree en su versito de la humildad y que él es apenas el obispo de
Roma? Pregúntenle al difunto Mons. Livieres lo que es sentir la autoridad pontificia bergogliana. ¿Que Bergoglio ha renunciado al poder de enseñar como maestro universal? Si se la pasa el día hablando y concediendo entrevistas. Es verdad, ya no son breves pontificios, ni exhortaciones apostólicas, ni encíclicas, pero poseen tanto o mayor efecto -que es lo que él le interesa- que los documentos oficiales.3. Finalmente, convengamos que el Papa Francisco está sincerando la Iglesia. Las barbaridades que dice, que en muchos casos atentan contra la misma fe, son las mismas que piensan y dicen desde hace décadas el 80% de los obispos y el 70% de los curas del mundo. Y a esos obispos los nombró Juan Pablo II y Benedicto XVI, y a esos curas los ordenaron esos obispos. Bergoglio es un exponente del término medio de los obispos católicos de la actualidad o, quizás, sea bastante mejor que muchos de ellos. Aunque sea doloroso, no podemos dejar de reconocer que la media doctrinal, la media litúrgica, la media en seriedad, y muchas medias más de la Iglesia de la hoy es Bergoglio. Es el emergente de lo que hay y, a su modo, ha cargado con la tarea del sinceramiento, o del sincericidio, de la Iglesia. Y para muestra basta un botón: la cuestión de las nulidades matrimoniales, que tanto razonable escándalo a levantado. ¿No era, acaso, lo que en la práctica se venía haciendo en todas las diócesis del mundo? Que levante la mano quien conozca que una nulidad haya sido negada por algún tribunal eclesiástico. Y que levante la mano también quien conozca un caso en que la segunda sentencia no haya confirmado la primera. Todas, o al menos una gran mayoría de las nulidades, que se solicitaban, se concedían, porque los abogados canonistas siempre le encontraban la vuelta. Es decir, la Iglesia, con sus obispos y jueces togados, consentían en la trampa y, de hecho, practicaban el divorcio encubierto. Lo que agregó el Papa Francisco es el fast track y la gratuidad, lo cual es un guiño al mundo y un problemón para los obispos, pero a él esas menudencias no le preocupan.
Concluyamos: el Papa Francisco puede hacer lo que está haciendo porque la “tradición” hiperpapista nacida hace ciento cincuenta años se lo permite. La Tradición católica jamás se lo hubiera permitido. Frankenstein se comenzó a gestar hace muchas décadas.