En los últimos días se conoció la última ocurrencia del Papa Francisco que ha pasado casi desapercibida: propone cambiar la fecha de la Pascua a fin de que todos los cristianos puedan celebrarla el mismo día. Su idea es que todos los años el día de Pascua se celebre el segundo domingo de abril. Los primeros que adhirieron a la medida fueron los empresarios del turismo.
Yo estimo que la medida no se implementará porque los cristianos en serio se opondrán a ella, comenzando por los ortodoxos.
Sin embargo, la sola posibilidad de que Bergoglio haya tenido tal ocurrencia y la haya hecho pública es, según mi opinión, de una extrema gravedad. Me animo a decir que esta medida sería de una gravedad comparable a que se admitiera a los divorciados a la comunión sacramental porque se está tocando lo intocable, que es el orden cósmico.
El ritmo del tiempo en que está inserta la vida del hombre es un orden de la naturaleza que procede de la más antiquísima tradición religiosa, y es una respuesta psicológica y religiosa a la profunda impresión que la naturaleza produce en el ánimo, más allá de que el mundo moderno haya minado ese orden posibilitándonos, para bien o para mal, vivir independientes de la naturaleza.
Uno de los ritmos temporales que se seguía era el lunar (el otro es el solar), y ya lo judíos lo respetaban cuando cantaban con el salmo 103: “Tu creaste la luna que nos señala los tiempos, el sol sabe el momento de su ocaso”. Y la duración de la luna en cuatro fases, como semanas de siete días, sobrevivió a los siglos y a todos los cambios del calendario. Ni siquiera la Revolución Francesa pudo imponer la década que técnicamente, quizás, habría sido útil, como lo sería posiblemente la insólita y revolucionaria propuesta del Papa patéticamente reinante.
El día de la Pascua está relacionado directamente con el ritmo lunar. Desde el siglo I se suscitaron divergencias entre los cristianos, muy fuertes en algunos casos, acerca de cuándo celebrar la Pascua: Asia lo hacía el día 14 del mes de Nisán, sea cual fuere el día de la semana en que cayera y, el resto del mundo cristiano, el domingo siguiente a ese día. Finalmente, fue ésta la propuesta que triunfó y así, en el año 325, el concilio de Nicea, anunció: “Os damos la noticia sobre la unanimidad que ha reinado acerca de la Pascua santa. Y es así que, por vuestras oraciones, este asunto se ha resuelto felizmente. Todos los hermanos de Orientes que antes celebraban la Pascua a la vez que los judíos, la celebrarán en adelante uniformemente con los romanos, con nosotros y con todos aquellos que desde tiempo antiguo la han celebrado con nosotros”. Se referían, claro, al domingo siguiente al 14 de Nisán, es decir, el primer domingo después de la luna llena tras el equinoccio de primavera en el hemisferio norte.
La exacta fijación de ese día provocó que, durante la Alta Edad Media, los cristianos más eruditos se dedicaran con pasión al estudio de la astronomía y de los cálculos astronómicos a fin de establecer el computus, es decir, la tabla anual que indicaba qué día sería la Pascua y, a partir de ella, el resto de las fiestas móviles del calendario litúrgico. Un ejemplo emblemático es San Beda el Venerable, doctor de la Iglesia, que a comienzos del siglo VIII escribió uno de cuyos libros más importantes, el De temporum ratione, que es una cronología y cosmología destinada, justamente, a estudiar y establecer los ciclos lunares y solares para uso de la liturgia romana.
Con la reforma del calendario encarada por el papa Gregorio XIII en 1582, volvió a suscitarse una diferencia en la fecha puesto que las iglesias orientales -católicas y ortodoxas- continuaron utilizando el calendario juliano y es por eso que en la actualidad tenemos dos fechas distintas de la celebración pascual.
Para la conciencia cristiana, entonces, la fecha de la Pascua no puede establecerse por el capricho racionalista de algún obispo, por más que sea el de Roma, por la sencilla razón de que reconoce una dependencia con el orden cósmico. La liturgia terrenal, nos dice Dionisio Areopagita, no es más que la réplica visible de la eterna liturgia celestial que celebran los ángeles en torno al trono del Cordero. La liturgia no es una asamblea de hermanos y, por eso mismo, no depende de la voluntad de ellos sino que debe estar sometida a la celestial y uno de los modos de hacerlo es, justamente, respetar los ciclos del universo. El segundo coro angélico, integrado por las Dominaciones, las Virtudes y las Potestades, son los encargados del dominio del cosmos y de mantener sus ritmos. El hombre no puede alzarse contra ese orden sino que debe someterse a él y celebrarlo.
Alguien debería decirle al Santo Padre que hay cosas que no se pueden tocar, por más prácticos, ecuménicos y políticamente correctos que sean los motivos. Los tiempos nos lo señalan la luna y el sol, decía el rey David, y no el capricho de un porteñito de Flores.
El Papa Francisco se está cargando la Iglesia; su torpeza e ignorancia están provocando un estropicio de dimensiones no sólo morales sino cósmicas. Con la Tradición, y con los ángeles, no se juega.