por Eck
Vintila Horia: ¿Cuales serían, según su experiencia y meditación, las razones de esta crisis interior, quiero decir de la crisis de la fe y de la Iglesia?
Urs von Balthasar: Hay varias:
La primera sería algo así como un fallo en la doctrina misma del Concilio, que quiso ser pastoral y que acabó por realizar lo que se puede llamar una salida hacia el mundo. Aggiornamento tendría que significar volver a entrar en sí mismo. Los documentos del Concilio se han olvidado de este centro esencial, que es la vida mística contemplativa, la vida trinitaria, la gracia, la cruz, cosas centrales, fáciles de falsificar.
La segunda razón sería el estado de nuestra teología. Había esclerosis en la teología, una especie de racionalismo espantoso. Y nada de amor. Habría que volver a los comienzos de la teología. Formar. Volver a entrar en los Evangelios. Bultman no hace más que cortar todos los caminos hacia el Evangelio con su método crítico-histórico. Es un triunfo de la letra sobre el espíritu, una continuación del racionalismo. En los sermones de hoy, siguiendo en esta línea, se trata de desmitologizar el Evangelio. Esto no es más que un nuevo humanismo.
En tercer lugar creo que hay que contar, como factor de la crisis, la racionalización de la jerarquía, su aislamiento. En sus funciones más altas esta jerarquía está lejos del pueblo y no funciona según la verdadera tradición evangélica. Pero se trata aquí de algo que viene de muy lejos y, por consiguiente, muy difícil de sanar. Jerarquía quiere decir, en el marco de la Iglesia, servicio, humildad, caridad. Juan XXIII sabía humillarse, cuando iba a lavar los pies de los pobres. Humillarse es una de las principales verdades evangélicas. La jerarquía a la que nadie ama constituye algo terrible, inconcebible dentro del cristianismo. Lo importante es demostrar su autoridad y hacerse amar por el pueblo, obrar de tal manera que el pueblo ame la función y a los que la representan.
Horia, Vintila; Viaje a los centros de la tierra, Ediciones Nuevo Arte Thor, Barcelona, 1987, pg.105-106.
Introducción
Tras la primera entrega de Voces del Pasado con el artículo dedicado al rescate de la apología del rito hispano escrita por el abad Pedro de San Millán, continuamos con la búsqueda de nuevos testimonios que nos puedan ayudar a arrojar luz sobre la actual crisis de la Iglesia. Toda verdad, la diga quien la diga, procede del Espíritu Santo decía el sabio Santo Tomás de Aquino y nunca como hoy hemos estado necesitados de verdad y de la asistencia del Espíritu Santo para navegar a través de la oscuridad y de las peligrosas olas de la historia. Por esto y con esta libertad de espíritu que otorga la verdad, tal y como nos dijo el Divino Maestro, llamaremos como testigos a personas de toda condición, desde herejes notorios hasta santos, desde creyente a ateos, miembros de la Iglesia o no. Algunos gustarán, otros disgustarán por lo que dicen o por quien lo dice pero es necesario oír a todos. Si en la Edad Media se decía que hasta el Diablo merecía ser escuchado en juicio y si el mismo Dios lo hacía como aparece en la Escritura en el Libro de Job, ¿Por qué nos negaríamos a oír a otras personas, que en muchos casos son hermanos equivocados, si tienen algo que decir pues hasta sus mismos errores nos pueden mostrar la verdad como afirmaba el mismo apóstol S. Pablo?
Así pues, oigamos los que desde el pasado nos tienen algo que decir y aprendamos sus lecciones.
El escritor Vintila Horia y el teólogo Balthasar
No tenemos dudas de que muchos lectores reconocerán al escritor rumano Vintila Horia (1915-1992), sobre todo los letraheridos de cultura afrancesada. Autor de una de las más profundas y conmovedoras novelas histórica del siglo XX, Dios ha nacido en el exilio, sobre Ovidio, su destierro a Tomis y su esperanza final de salvación. Muchos menos lectores conocerán su faceta de zahorí del futuro en busca de los manantiales espirituales del mañana. Para ello, inició varias giras para entrevistarse con científicos, pensadores, filósofos y teólogos y que publicó en una serie de libros muy sugestivos. A pesar de su querencia por el impresentable Teilhard de Chardin, que nos explicamos por su búsqueda en Occidente de las intuiciones cósmicas del cristianismo oriental, sus diálogos con los teólogos Karl Rahner, Yves Congar, Urs von Balthasar son de lo más interesante de lo que se puede leer hoy.
La gran Crisis según Urs von Balthasar
Y en medio de esta conversación con el teólogo le hace la pregunta nuclear, la más importante, sin paños calientes: el corazón de la crisis interior, de la fe y de la Iglesia. Una lleva a la otra para desembocar en la crisis universal de la Iglesia, que se estaba mostrando en su verdadera faz a pesar de las cortinas de humo primaverales, posconciliares y terciomilenoeutantes.
Y hablando de la crisis interior Balthasar pone el dedo en la llaga del gran fallo del Concilio Vaticano II con una crítica demoledora en su fondo, mucho más profunda que tantas al uso por rabiosas que parezcan. Si Heidegger, al que no profesamos mucha devoción, hablaba del olvido del Ser, aquí podríamos hablar de un olvido de la Fe viva, de la vida mística contemplativa, la vida trinitaria, la gracia, la cruz, cosas centrales, fáciles de falsificar. Como nuestros días han demostrado, sin la ocupación en la única cosa necesaria, ha sido muy fácil de falsificar toda la vida cristiana, dar gato por liebre al clero, a los fieles y al resto de la humanidad. Esto lo podemos ver, dice el teólogo, en la doctrina conciliar que quiso ser pastoral y misionera pero que se convirtió en una salida al mundo, es decir, una conversión al mundo, una mundanización pura y dura que llega a su casi cima con Francisco y su modelo de iglesia. Se paso de un aggiornarsi, un actualizarse la fe en sentido aristotélico, pasar de una fe meramente potencial e intelectual a otra en el acto y total, a un aggiornarsi que quería adaptar la fe a las opiniones cambiantes del mundo.
No es casualidad que en su lista de cosas esenciales aparezca la vida mística contemplativa como primer elemento pues donde no hay visión el pueblo perece. Y es lo que nos está pasando cuando nuestro conocimiento de Dios se traduce sólo en fórmulas silogísticas y canónicas espigadas del Magisterio, de los Santos o de la Escritura o de otros sitios incluso. Al final, toda nuestra teología se vuelve un mero juego intelectual que da lugar o a un agnosticismo y nihilismo vestido de estructura eclesial para bien vivir y aprovecharse de lo que otros construyeron con otros fines o, peor, a un fanatismo que toma las verdades de la fe como una ideología de lucha que esconde una sed de poder, de sentido o de vida que, en el fondo no se tiene y que busca inconscientemente. Es un triunfo de la letra sobre el espíritu, de la voluntad sobre el intelecto, una continuación del racionalismo que, a la larga, convierte el Credo, el Rito y la Iglesia en cosas útiles en vez de cosas sacras, intocables por su propia santidad y por encima de las querellas e intereses humanos, dones puros de Dios, Padre de todos, a sus hijos. Porque para una razón que no reconoce superior como la caridad, fuente de todo conocimiento, todo se vuelve instrumento y útil de sí misma y, sobre todo, de la voluntad que hay detrás, un egoísmo disfrazado de ornamentos sagrados. Por eso puede mundanizarse, ya se ha vuelto del mundo y vuelve a su verdadera casa.
El fundamento de toda verdadera teología es amar para conocer y conocer para amar y el primer paso es aceptar la Verdad revelada por Dios como don. Von Balthasar da en el clavo de la esclerosis de la teología, de este racionalismo espantoso: Y nada de amor. No hay amor a la Verdad sino su uso instrumental, no hay amor a Dios sino a un ídolo de Él construido con manos humanas, ni a las personas ni a la Iglesia, vista como campo libre para la voluntad de los poderosos. No hay verdadero conocimiento ni visión, por eso los pueblos perecen y la Iglesia se seca desde su raíz y no da fruto.
Por eso se pudrió la vida espiritual de la Iglesia, la metástasis pasó a la vida intelectual y también se pudrió su vida política en sentido aristotélico y ciceroniano, la amistad entre sus miembros y la concordia entre sus estamentos en pos del Bien Común y la consecución de su fin último: la salvación de las almas a través de la Fe y los Sacramentos, vehículos del amor divino. Y aquí cita muy bien el teólogo, en su tercer punto, las consecuencias en la vida eclesial de la falta de Caridad, la racionalización de la jerarquía, su conversión en un estado funcionarial y administrativo, lleno de reglamentos, cánones y códigos, laberinto más parecido a los mohosos despachos del Proceso de Kafka que a la Iglesia que vio enjoyada San Juan y que, a pesar de sus pecados, nos retrató San Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Vida artificial que sustituye a la verdadera Vida, una maquina, un robot frente a un ser vivo, una comunidad de hermanos, la familia de Dios sustituida por un totalitarismo eclesiástico que cuanto más pierde la vida interna más aprieta las clavijas para ser obedecido, que ha trocado la confianza por el temor, la obediencia por el servilismo, a autoridad. Tienen la potestad pero no la autoridad, que es la forma más noble de mando pues la obediencia no se basa en la coacción sino en el respeto. Sin la autoridad que nace del convencimiento de que lo ordenado es bueno tanto por su origen –por quien manda–, como por su ejercicio –lo que se manda–, es imposible el amor a su función y representación porque no hay una tarea común, una verdadera colaboración, una comunión de bienes, una res-publica cristiana. La falta de caridad es la madre de la injusticia y la tiranía pues la caridad, que transciende toda justicia, a la vez la sostiene y la completa ya que su fin es el bien. No es de extrañar que donde no abunda el amor, se desborde la discordia y la tiranía: un anticipo del reinado del Anomos.
Conclusión
“Señor, hiede ya, porque es el cuarto día”.
Repúsole Jesús: “¿No te he dicho que, si creyeres,
verás la gloria de Dios?”
(Jn. XI 39-40)
Como a un cuerpo al que la vida le ha abandonado, primero le sobreviene el rigor mortis, que le hace ser duro, frio, gélido e inamovible de su posición para pasar después a la corrupción, a fermentar, disolverse, a aguarse y a heder, pasto de larvas y gusanos cuyo movimiento aparente y frenético no es de vida sino de muerte; la Iglesia sin su verdadera alma, sin la Caridad, es un cadáver, despojo de lo que fue, cenizas de lo que ardió que ni ilumina ni calienta a las almas que se le acercan sino que se apartan y se horrorizan por su frialdad, fealdad y hedor. Durante unos siglos soportó un rigor, severidad extrema de la iglesia ultramontana hasta que con el Concilio se pasó a la descomposición del catolicismo. Acaso ¿No lo refleja desaparición de la caridad el caso paradigmático descrito por Leonardo Castellani en el Ruiseñor fusilado y tantas veces repetido ante nuestros ojos? Quien hable con sacerdotes, seminaristas y fieles del montón, lo podrá atestiguar.
Y sin embargo, ahí está el Salvador que, si no abandonó al amigo en la muerte, menos abandonará a su esposa en manos de las puertas del Hades, sino que la llamará afuera del sepulcro y la liberará de sus ataduras para vestirla con todas sus gracias y enjoyarla con todas sus virtudes. Y la volverá a injertar en la vid para que vuelva la Caridad por sus vasos y venas, reviviendo sus ramas, resucitando su vida y dará nuevos frutos de salvación en todos los ámbitos a través de la santidad de sus miembros.
Donde no hay amor, poned amor y encontraréis amor. Esta es nuestra tarea fundamental, la piedra angular de la reconstrucción de la Iglesia, todo lo demás, todas las luchas y combates sin ella carecen de sentido o son un engaño. Dios pudo encargar el trabajo a San Francisco porque ya estaba enamorado hasta las entretelas del corazón. Y así pudo soñar Inocencio III que Santo Domingo y San Francisco sostenían San Juan de Letrán e impedían su derrumbe cuando fallaron las demás columnas: la Iglesia fue y es sostenida por el Amor de Dios que habitaba en estos dos santos. Imitemos su ejemplo.