Una de las razones que los manuales de apologética solían aducir para demostrar la veracidad de la Iglesia católica —los famosos motivos de credibilidad— era la santidad de sus miembros. Tal como están las cosas hoy, mejor es no menearlo. Pero resulta interesante considerarlo desde el revés: es motivo de credibilidad el hecho de que, a pesar de sus miembros y en especial de sus ministros, la Iglesia siga en pie, aunque sea a los tumbos. Y un ejemplo muy reciente que lo ilustra es el espectáculo blasfemo realizado por Francia, hija primogénita de la Iglesia, para la inauguración de los Juegos Olímpicos. El hecho de que tal nación sea capaz de realizar una afrenta de esa naturaleza a la Iglesia y a la fe cristiana, y que jamás de los jamases se permitiría hacerla a los musulmanes o judíos, muestra el estado de postración total en el que nos encontramos. Y, debo decir, creo que terminará siendo saludable.
Es curioso que en estos tiempos en que la Iglesia se ha alineado ya no con personajes concretos del mundo, cosa que hizo desde la época de Constantino, sino con los ideales y presupuestos del mundo, es cuando más burlada y vapuleada se encuentra. Francisco y los suyos —y por tales me refiero a los modernistas que ocupan la enorme mayoría de las sedes episcopales del mundo—, en una actitud clericalista pocas veces vistas, creen que allanándose a los dictados del mundo, serán aceptados por el él y, consecuentemente, la Iglesia seguirá conservando el lugar de privilegio que siempre ostentó en Occidente. Es un error fatal: al haber hecho eso, y lo hizo desde Juan XXIII a esta parte, la Iglesia se desperfiló y ha quedado reducida a una vetusta y millonaria estructura en la que pocos, muy pocos —las minorías de las que hablaba Ratzinger en 1970— conservan la verdadera fe.
Creo yo que buena parte de los católicos sinceros compartirían este diagnóstico aunque, por una cuestión de obediencia mal entendida, costumbre y comodidad, siguieran asintiendo sin chistar a los dictámenes traidores de los pastores vendidos al lobo. Y muchos otros, con la mejor de las voluntades, pugnarían por llenar las filas de seminarios e institutos conservadores de jóvenes vocaciones capaces de desafiar a esos lobos. Y es lo que vimos en las casi tres décadas juanpablinas en las que pareció que hubo un resurgimiento de la Iglesia que, en muchos casos, terminó en catástrofe, y de la peor laya. Fueron años de entusiasmo o, mejor dicho, de enthusiasm, porque en inglés justamente el término no siempre tiene una connotación positiva. El libro de Ronald Knox que lleva ese nombre, y que siempre recomendamos en este blog, demuestra las catástrofes que han ocasionado los entusiasmos en la historia de la Iglesia.
Muchos recordamos el incomprensible entusiasmo que llevaba a cientos de jóvenes de ambos sexos a ingresar a congregaciones, institutos religiosos y seminarios, casi en manada. En algunos casos, luego de la predicación de un retiro espiritual, siempre y necesariamente “salían vocaciones” que inmediatamente eran compelidas a ingresar en religión. Recuerdo a un fundador cuya obra de Santo Tomás preferida era el Contra doctrinam retrahentium la que, interpretada a su modo, se dedica a enseñar en seminarios y casas religiosas. La conclusión siempre era la misma, y la compartía con otros fundadores, alguno de los cuales incluso fue canonizado: los jóvenes deben ser compelidos a entrar en religión. O, dicho de otra manera, todo bautizado tiene vocación a la vida religiosa si no demuestra fehacientemente lo contrario. Por lo tanto, se les debe machacar a tiempo y destiempo, y sobre todo en momentos de fragilidad emocional como son los retiros espirituales, la indiscutible superioridad de la vida religiosa.
Y a fin de acallar los escrúpulos de conciencia que pudieran aparecer en algunos buenos sacerdotes o religiosas (o numerarias y numerarios), los adoctrinaban con estas palabras evangélicas: “Dijo el señor al siervo: Ve por los caminos y por los vallados, y fuérzalos a entrar, para que se llene mi casa”. (Lc. 14, 23). Compelle intrare, fuérzalos a entrar… en la vida consagrada. Fue así como se manejaron durante décadas muchos institutos religiosos de espíritu neocon o juanpablista, que poblaban las ciudades de sotanas negras o de religiosas con hábitos de curiosos colores.
Dom Inocencio Le Masson, que fue prior de la Gran Cartuja entre 1675 y 1703, escribía: “Sería mejor prender fuego una celda a poner dentro de ella a alguien sin vocación" (PL CLIII col 693). Y, más adelante, “Nunca nos dejemos engañar por los argumentos tomados de aquel pasaje del Evangelio: Compelle intrare, ut impleatur domus mea (Luc. 14, 23). Porque esto sólo corresponde a la llamada a la fe cristiana, absolutamente necesaria para la salvación y no dice nada sobre las costumbres, que no pueden ni deben ser cumplidas por todos con la gracia de Dios, excepto para la vocación al estado monástico, y especialmente a la Cartuja” (PL CLIII col 758-759).
Sabemos que esto ha ocurrido y ocurre en varias institutos de la Iglesia. Hace pocos días el Financial Times publicó un informe aterrador al respecto relacionado con las prácticas del Opus Dei. Yo no tengo duda alguna sobre la buena intención de los miembros de la Obra o de otros institutos como el Verbo Encarnado. Y ninguna duda tengo tampoco del enorme bien que hacen a miles de personas. El problema es que la conversión de los hombres, cada vez más alejados de Dios, no puede ser buscada con métodos que no son cristianos. El entusiasmo no puede imponerse sobre la moralidad de los medios de reclutamiento.
Occidente nunca volverá a ser lo que fue, ni volverá a serlo la Iglesia. Aunque sea doloroso y hasta traumático, debemos convencernos de que una época pasó definitivamente y que los tiempos que se aproximan no serán de triunfos, ni de reinados sociales cristianos ni mucho menos de restauraciones masivas. Y haríamos bien los católicos en ser muy prudentes a la hora de administrar los entusiasmos porque no sabemos a dónde pueden conducir. Ya hemos visto cómo termina una religión poblada de entusiastas.