El “Estado profundo” (deep state), es una una noción que se puso de moda en los últimos años. Hace referencia a una estructura de poder oculta y paralela que opera dentro de un Estado. Esta estructura incluye redes de grupos de poder que actúan de manera clandestina y coludida para seguir una agenda propia, independiente del gobierno legítimo. A menudo, estos grupos están compuestos por elementos de las fuerzas armadas, servicios de inteligencia, policías, agencias gubernamentales y otras instituciones estatales. Se trata de un entramado invisible, una red de influencias que se extiende más allá de los límites visibles del gobierno, penetrando en las profundidades de las instituciones y la sociedad. Es como un río subterráneo que fluye silenciosamente bajo la superficie de los gobiernos visibles, moldeando el paisaje político sin que muchos sean conscientes de su existencia.
No se trata, claro, de un invento contemporáneo. La Iglesia fue pionera en instrumentar un deep state que, desde los últimos años del pontificado de Pío XII hasta la fecha, se ha movido y actuado con inigualable eficacia. Sus mismos protagonistas han dado testimonio de ello, como cualquier buena historia del Concilio Vaticano II o de la reforma litúrgica demuestran, o como lo demostró también, en mi opinión, la extrañísima renuncia del Papa Benedicto XVI.
Sin embargo, creo yo que ese deep state en la Iglesia cuenta como aliada a una suerte de deep theology, una “teología profunda” que está detrás de muchos movimientos de superficie que parece espontáneos y son ejecutados por los idiotas útiles de turno, como sucede en la sociedad civil. Y veamos un caso concreto. Lo que sin duda es la bandera más rutilante del progresismo en la última década es el reclamo por el sacerdocio femenino. Y los argumentos que se dan son de todo tipo: pretendidamente teológicos o crasamente utilitarios: no hubo sacerdotisas en la historia de la Iglesia simplemente por una cuestión cultural y no por un impedimento teológico, y ante las escasez de vocaciones sacerdotales masculinas, se podrían incorporar las “vocaciones sacerdotales femeninas”.
A nadie que se ponga a pensar seriamente escapará el hecho de que detrás de estas argumentaciones, lo que realmente está en cuestión es el sacerdocio católico. Pero, claro, esto no puede decirse abiertamente porque, sin el sacerdocio, se derrumba la Iglesia, y los fieles caerán en la cuenta que han vivido durante siglos en una fantasía cultural que no tiene fundamento alguno. “Todo era una gran mentira”, dirán. Pero un reducido grupo de teólogos neo-gnósticos, sí que saben la profundidad de la mentira del sacerdocio, y se mueven en las sombras, buscando impulsar los cambios lentamente y sin que se note. Son los integrantes de la deep theology.
Esto no es nuevo. Ya en los años ’80, se enseñaba en buena parte de las facultades de teología europeas y americanas, y en los seminarios más prestigiosos, que el Nuevo Testamento no legitimaba el sacerdocio ministerial. Y se aludida, entre otras muchas, a la cita de la Carta a los Hebreos 7, 27 según la cual Cristo presentó su sacrificio “una vez para siempre”. El sacerdocio ministerial de la Iglesia sería, entonces, una consecuencia de la inculturación de la Iglesia en el mundo helenístico, pues ya no son necesarios nuevos sacrificios cotidianos —la Santa Misa— ofrecidos por nuevos sacerdotes. Esta tesis es sostenida, por ejemplo, por el sacerdote, biblista, prestigioso y difunto profesor universitario Herbert Haag. Explica que, en los inicios de la Iglesia, la Eucaristía no era celebrada por un sacerdote sino guiada por un presidente o una presidenta. Y esto es lo que dirán sin dudarlo, aunque muy discretamente, buena parte de los patrólogos. Es difícil no pensar en estos casos en el filósofo y poeta romántico alemán, Friedrich von Schlegel, quien escribió acerca de cierto tipo de personajes: “Siempre se detectan en los antiguos los propios deseos y anhelos y, sobre todo, a uno mismo”.
Haag y los adherentes a este deep theology llegan a estas conclusiones eludiendo las verdades de la fe, mediante el uso ideológico de la historiografía llamada crítica. Se sirven de su propia reconstrucción del pasado para socavar la fe de la Iglesia en el presente. El objetivo de este revisionismo histórico es la interpretación relativista del dogma. Como pretendían los modernistas de comienzos del siglo XX, intentan comprender la fe de la Iglesia mediante hipótesis históricas y parciales. Pero la fe no es una hipótesis histórica sino una realidad viva en la Iglesia. No se puede aprehender a través de los despojos del pasado. Fuera del cuerpo vivo de la Iglesia, no hay ciencia de la fe, a lo sumo habrá una crítica ideológica determinada por prejuicios personales.
Solo hay vida en un cuerpo vivo. Mutatis mutandis, la fe solo se revela en el cuerpo creyente de la Iglesia, que posee la fe en el nunc del Espíritu Santo. Para los creyentes, la fe es únicamente perceptible por la acción de la cabeza, el corazón y las manos de la Iglesia. La historiografía ve a los testigos del pasado a la luz de su propia época. La luz con la que el historiador ilumina el pasado es la suya propia: depende de su punto de vista personal. El estudio histórico de la fe solo es pertinente si la fe, testimoniada en los documentos históricos, se percibe a la luz de la Iglesia presente. Ni la Iglesia ni la teología viven de una regresión histórica, sino de la fe contenida en la liturgia, las Sagradas Escrituras, los Padres y las decisiones doctrinales del magisterio.
En el caso concreto que estamos discutiendo —y ciertamente no es el único del que se ocupa la “teología profunda”— se recurre a un arqueologismo intelectual que solo en apariencia hace referencia al pasado, y tiene un rasgo profundamente deshonesto. Finge la existencia de otro mundo y otra iglesia, de los cuales este teólogo iluminado por la ciencia histórica es el pastor y sumo sacerdote. Sin embargo, solo hay una Iglesia, y es la que existe en el presente, porque al pasado no lo vemos en el pasado sino en el presente. Es en el presente donde estos teólogos reconstruyen una pretendida iglesia del pasado. El día de ayer ya no existe y nunca resucitará. Las huellas que quizás haya dejado solo existen en el presente. Por lo tanto, se puede decir que la historia se ocupa del presente y que la huida hacia la historia a menudo sirve para camuflar un propósito ideológico para el presente.
Así entonces, la moderna contestación del sacerdocio ministerial es el fruto de una lectura histórica e ideológica de los textos bíblicos concernientes al sacerdocio. Estos escritos no deben entenderse en un marco histórico-ideológico, sino en el contexto y la luz de la fe de la Iglesia viva y presente.
Por eso mismo, los aprendices de brujo que juegan a ser teólogos progres y comprometidos con el hombre de hoy —pienso, por ejemplo, en el actual “guardián de la fe”, cardenal Fernández— deben saber que no son más que marionetas de un reducido pero ideologizado grupo de teólogos que hace mucho perdieron la fe en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y en su enviado y redentor Jesucristo, y que ahora se dedican a socavar sistemáticamente la Iglesia por Él fundada.