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La innoble realidad de la vida religiosa

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En más de una ocasión hemos hablado en este sitio del lento proceso de muerte que están experimentando la mayor parte de las congregaciones religiosas de la Iglesia, por ejemplo, en la entrada titulada Árboles de otoñoEl moridero. El decano de los blogs católicos de lengua española —me refiero a La Cigüeña de la Torre— lleva un registro de las casas religiosas que se van cerrando semanalmente en todas las ciudades de la Península. En Argentina, podríamos hacer algo similar: congregaciones que antes se organizaban en dos o tres provincias  religiosas dentro del territorio nacional, ahora forman una sola provincia que comprende todo Hispanoamérica; abandonan sus casas, es decir, los colegios, asilos o centros de misión que atendieron durante décadas o siglos; venden sus propiedades, y sus miembros se concentran en dos o tres casas en las que, además de ellos o ellas, habita una legión de enfermeras, porque se han agrupado allí en espera de la muerte. 

Cuesta entender la velocidad del proceso histórico que se ha desarrollado ante nuestros ojos. Si dejamos de lado las órdenes y congregaciones religiosas más antiguas y tradicionales, la Iglesia conoció a lo largo del siglo XIX una explosión de fundaciones en varios países europeos: Italia, España, Francia, Holanda y Alemania dieron en esos años a la cristiandad declinante una legión—propiamente una legión— de hombres y mujeres que entregaron su vida, literalmente, entregaron su vida por el Reino. Y construyeron pacientemente una red de instituciones educativas, hospitalarias, caritativas, etc., que hoy causa asombro a quienes se detienen a pensar en ellas. Yo me pregunto cómo es posible que desde hace ya varias décadas la Iglesia haya dejado de construir edificios religiosos y que, cuando lo hace, apenas llega a edificar un galpón adornado al que le llama “capilla”, o un conjunto de galpones a los que llama “escuela”. Y, sin embargo, hace poco más de cien años era capaz de levantar edificios enormes y templos magníficos. Tomen ustedes cualquier congregación al azar —las Hermanas de Jesús María o los Hermanos de Lasalle, por ejemplo— y repasen el esplendor de lo que fue su presencia en Argentina durante el siglo XX. De poseer manzanas enteras ubicadas en los mejores sitios de cada ciudad, donde construían edificios majestuosos, hoy la Iglesia es incapaz de construir siquiera una pequeña capilla medianamente digna.

Alguno podrá aducir que eso era posible por el dinero que recibían de sus casas europeas. Puede que haya sido así en algunos pocos casos, pues lo cierto es que durante el siglo XX Europa fue devastada por las guerras, y en el siglo XIX por políticas anticlericales. No creo yo que los franceses de fines de ese siglo hayan podido enviar muchos dineros cuando eran despojados de todas sus posesiones y expulsados del país; o que lo hubiera podido hacer España, sumida como estaba en la pobreza. Y sin embargo, se hizo, y se hizo con el esfuerzo de los habitantes del país —en su enorme mayoría inmigrantes que no habían inmigrado precisamente con los bolsillos llenos— y del trabajo e insistencia de los religiosos.

Hoy todo eso es un erial. En el mejor de los casos, en los pasillos de algunos de esos enormes colegios deambula una monja anciana cada tanto, y los alumnos se asombran al ver ese espectro que recuerda un pasado cercano que dejó de existir definitivamente. Esos colegios son actualmente gestionados por laicos —al modo como se gestiona cualquier empresa—, que cada vez menos tienen alguna sensibilidad religiosa. Lo que las pocas monjas “jóvenes” —es decir, de entre 60 y 80 años— que quedan en las congregaciones buscan, son buenos gestores, no buenos cristianos. Y vuelvo a la misma pregunta, ¿cómo es posible que esto haya sucedido? E insisto, ¿cómo es posible que ante la evidencia flagrante de esta catástrofe, se siga hablando de “primavera de la Iglesia” y de la necesidad de aplicar con más intensidad el Vaticano II? Porque seamos claros: todo lo ocurrido es en gran medida consecuencia directa del Concilio. El post hoc, propter hoc es una falacia; pero en este caso no se trata solamente de acontecimientos que se sucedieron de modo casual; por el contrario, la causalidad —formal, eficiente y final— de uno sobre el otro es innegable. 

Hasta aquí he intentado hacer una descripción del triste fenómeno desde afuera. Pero, ¿qué sucede dentro? La situación es todavía mucho más triste. Conozco algunos casos personalmente; son pocos y la buena lógica me impide universalizar la conclusión, pero me animaría a decir que las diferencias con el resto no son muy marcadas. Tomemos la realidad de alguna congregación femenina dedicada a la enseñanza. La provincia argentina ha desaparecido o está diezmada. Desde hace años el noviciado permanece cerrado lo cual es bastante previsible. ¿Qué buena señorita católica entregaría su vida a estos nuevos ideales de la vida religiosa: "cuidado de nuestra Tierra, inmigración, no violencia, antirracismo y los derechos y necesidades de las mujeres y niños"? Y no es una ficción mía: aparecen tal cual en la página de presentación de las Hermanas de la Misericordia. 

Sigamos. Esa congregación cuenta con 40 o 50 religiosas, todas ellas mayores, ancianas o muy ancianas. Y son las mayores —de más de 50 años indefectiblemente— las que llevan las riendas de la institución. Entraron al convento en los años ’80 y han sido azotadas por todo el progresismo y la mediocridad que arrasó y arrasa la Iglesia en Argentina. Poco a poco han ido perdiendo la fe; imperceptiblemente, sin darse casi cuenta. Hasta hace pocos años, rezaban el oficio en comunidad y seguían un horario establecido; tenían un capellán que les celebraba diariamente la misa y hacían vida comunitaria. Hoy, la mayor parte de las hermanas de la comunidad son ancianas por lo que no pueden desplazarse al oratorio; tienen frío y el permiso de levantarse a la hora que prefieran, rezando el oficio, si quieren, en sus celdas. Como hay poco sacerdotes y las hermanas activas tiene muchas ocupaciones, prefieren no tener capellán, ni misa diaria en el convento, para no atarse a ningún horario y ahorrarse el sueldo del sacerdote. Hasta el comienzo de la pandemia, concurrían todos los días a misa a la iglesia más cercana, pero el coronavirus les enseñó que se puede vivir sin misa y sin sacramentos. Las ancianas se entretienen viendo la misa por televisión, o por celular, y las jovenzuelas concurren a misa solamente los domingos, o mejor, los sábados por la tarde, a fin de tener todo el domingo libre de obligaciones para poder descansar.

Esta congregación tiene colegios distribuidos en varias provincias argentinas. Aunque están a cargo de laicos, son las religiosas quienes los supervisan, lo cual implica que varias de ellas deban estar viajando continuamente de un lugar a otro del país. No sólo se movilizan físicamente en automóvil, autobuses o aviones; se moviliza también su mente y su espíritu. Viven en una continua distracción de lo único necesario y en un estrés constante. Consecuentemente, necesitan vacaciones anuales, que ya no hacen en la casa destinada para tal fin que posee la congregación en algún lugar retirado de las sierras, sino que ellas consideran que tienen los mismos derechos que cualquier otro trabajador: vacaciones en hoteles en algún lugar de playas, a las que no se privan de asistir diariamente.

Esta es, con matices, la situación que viven la mayor parte de las congregaciones religiosas en Argentina. Y surgen, por cierto, muchos interrogantes. Planteo solamente uno: con este tipo de vida tan ajetreado, lleno de distracciones y sin tiempo ni ganas para la vida de oración, ¿de qué modo cumplen los tres votos? La obediencia es dialogada y limitada: cada una hace más o menos lo que quiere; la pobreza es inexistente —todo el mundo sabe que los religiosos no son ni serán pobres— y el de castidad… mejor no hablar. 

La situación es gravísima e irreversible. Hay, sin embargo, excepciones, que son justamente las congregaciones que, para simplificar, podemos denominar “conservadoras”, sean de nueva fundación, o sean más antiguas pero que no cedieron a la marea conciliar. En estos casos, los noviciados están llenos y la media de los miembros de tal instituto o de tal provincia no supera los 40 años. Pero es mejor no hablar demasiado de esos casos; no es cuestión de señalarle al Ojo de Sauron dónde está su próxima presa.


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