por Domenico Celada
El pasado 20 de marzo publicamos una traducción de una notable carta abierta escrita por Mons. Domenico Celada en 1969. Lo que sigue es un artículo que escribió a finales de febrero de 1969 en el periódico Il Tempo, sólo dos meses antes de que Pablo VI publicara su constitución apostólica Missale Romanum promulgando el Novus Ordo Missae:
Recuerdo haber escrito, en el número de abril-junio de 1966 de una revista de música, una nota sobre la liturgia después del Concilio Vaticano II. Eran los meses en los que el plan destructivo de ciertos “liturgistas” tomaba forma, en todo su significado trágico, y habían llegado a proponer esas llamadas “misas de los jóvenes”, acompañadas de orquestas de salón de baile, que representan –incluso dejando de lado cualquier consideración de carácter religioso– el triunfo de la ignorancia y la estupidez.
Escribí entonces: “La sagrada liturgia atraviesa un período de gran crisis, quizás el más doloroso de su historia. Nunca ha habido tanta decadencia y confusión: realmente se estaba tocando fondo”.
En aquella ocasión recibí mensajes de conformidad y alabanza por lo escrito, bien puedo decirlo, de todas partes del mundo católico: cartas de simples fieles, de muchos sacerdotes y párrocos, incluso de obispos y cardenales. Sin embargo, para ser honesto, debo decir que también recibí una fuerte “reprimenda” por parte de la oficina eclesiástica encargada de la llamada reforma litúrgica, oficina conocida con el nombre de “Consilium”, sobre la cual ya existe una amplia literatura ciertamente no benévola.
El emisor de la “reprimenda” (escrita en papel membretado oficial, con escudo y número de protocolo) comenzó expresando su sorpresa ante mi diagnóstico de “crisis” en la liturgia, y sostuvo, por el contrario, que “la liturgia atraviesa uno de sus períodos más florecientes y prometedores”; tras lo cual declaró que mis comentarios eran de una “falsedad supina” y que todo el texto representaba una “insinuación ofensiva” y una “evaluación subjetiva y errónea”. Mi prosa era, además, “desconcertante, descarada, ofensiva y audaz”.
Apenas salí completamente ileso de esa avalancha de adjetivos, agrupados de a cuatro, bajo los cuales podría haberme asfixiado. No han pasado ni tres años desde entonces.
Hace unos veinte días abrí L'Osservatore Romano y encontré un artículo de siete columnas (una página entera del periódico de la Santa Sede) titulado “Historia de la Iglesia y crisis de la Iglesia”. En él, el distinguido historiógrafo Hubert Jedin escribe textualmente: “En primer lugar, visible a todos, está la crisis litúrgica, por no hablar de caos. Cuando hoy, domingo por la mañana, se recorre las iglesias parroquiales de una ciudad, se encuentra en cada una un servicio divino "organizado" de manera diferente; uno encuentra omisiones; a veces se oyen lecturas diferentes de las previstas por el ordo litúrgico; si luego uno llega a otro país cuyo idioma no conoce, se siente completamente extraño…”.
Parece importante señalar que Hubert Jedin, en su claro diagnóstico de la situación actual de la Iglesia, menciona “en primer lugar” -incluso antes de la crisis de fe- precisamente la crisis litúrgica, ahora “visible a todos”. Considerando la autoridad del escritor y la del periódico vaticano, que nunca publica un artículo excepto después del más riguroso control, hay que concluir que hoy la crisis de la liturgia es un hecho indiscutible, y que es lícito hablar y escribir sobre ella sin temor a recibir misivas llenas de adjetivos poco halagadores. [1]
Por otro lado, en tres años han pasado muchas cosas. La Congregación de Ritos se vio obligada a intervenir contra los numerosos experimentos arbitrarios con una “declaración” del 29 de diciembre de 1966 (que, por otra parte, es letra muerta), y el propio Papa, en la famosa alocución del 19 de abril de 1967, expresó su dolor y aprensión por lo que sucede en el campo litúrgico, subrayando la “perturbación de los buenos fieles” y denunciando una cierta mentalidad encaminada a la “demolición del auténtico culto católico”, implicando también “subversiones doctrinales y disciplinarias”.
Pero de particular interés es la comparación que el estudioso hace entre la crisis vivida por la Iglesia en el siglo XVI y la de la actualidad. ¿Cómo superó la Iglesia aquella crisis? Jedin responde: “No renunciando a su autoridad, ni aceptando fórmulas equívocas de compromiso, ni acogiendo el caos litúrgico creado [en ese momento] por innovaciones arbitrarias en el servicio divino”.
Esto es muy cierto. Si los decretos tridentinos restablecieron la seguridad de la fe, el misal y el breviario de san Pío V unificaron aún más la liturgia. De hecho, no debemos olvidar que la “lex orandi”, según un antiguo adagio, es también la “lex credendi”: la ley de la fe. Por tanto, parece lógico que a la “licentia orandi” actual le corresponda una “licentia credendi”.
Hubert Jedin escribe: “Me temo que, dentro de poco, en algunos lugares, ya no se encontrará un misal latino...” Y sin embargo (recuerda el estudioso), “la propia Constitución litúrgica (art. 36) mantiene como regla, de la misma manera que era antes, la liturgia en latín. ¿No sería un disparate que la Iglesia católica en nuestro siglo –en el siglo de la unificación del mundo– renunciara por completo a un vínculo de unidad tan precioso como lo es la lengua litúrgica latina? ¿No equivaldría esto a un deslizamiento muy tardío hacia un nacionalismo que ya se considera superado? ...”.
Se trata de preguntas puramente retóricas, ya que la inexplicable renuncia al latín se ha producido prácticamente “in fraudem legis”, contra la obligatoriedad de una ley conciliar que prescribe claramente la preservación del uso del latín, y contra el derecho de los fieles católicos al aprovechamiento de un bien común.
Ahora, habiendo roto la unidad de la lengua y destruido la identidad de los ritos, el caos se ha extendido del campo litúrgico al doctrinal. Ya en abril de 1967, Pablo VI comenzó a lamentar “algo muy extraño y doloroso”, la “alteración del sentido de la única y genuina fe”. Pero esto fue la consecuencia –con una lógica perfecta e inexorable– de alterar el grandioso edificio de la Liturgia, es decir, de haber traducido, mutilado y reemplazado textos y fórmulas que en sí mismos representaban una “summa” de piedad y doctrina. Hoy se comprende más que nunca la verdad de la enseñanza de Pío XII en la encíclica Mediator Dei: “El uso de la lengua latina es un signo claro y noble de unidad, y un antídoto eficaz contra cualquier corrupción de la doctrina pura”.
La crisis de la liturgia es ahora “visible a todos”. Se han descubierto muchos engaños. A pesar de ello, los innovadores siguen trabajando con el celo de quien no está muy seguro de sí mismo, siguen manipulando, distorsionando y demoliendo lo poco que queda. (Recientemente se celebró una conferencia de liturgistas para discutir “nuevas plegarias eucarísticas” y un nuevo “ordo Missae”...)
Respecto a estos obstinados reformadores que perturban la liturgia, el célebre novelista católico François Mauriac escribía hace no mucho: “Me pregunto, presa del pánico: ¿y si todos estos brillantes innovadores no fueran más que un grupo de atroces imbéciles? Entonces ya no habría escapatoria: porque ha sucedido que los sordos recuperen la audición, que los ciegos vuelven a ver; incluso ha sucedido que los muertos resuciten; pero no hay ninguna prueba, ningún documento, sobre un idiota que haya dejado de serlo”.
Me parece que el académico francés es demasiado pesimista. Parece haber olvidado que a cualquier idiota, aunque no pueda dejar de serlo, se le puede poner simplemente en condiciones de no hacer daño.
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[1] Enojado por este artículo de Hubert Jedin, Annibale Bugnini escribió una carta privada de protesta al autor y luego tuvo el detalle de citarla extensamente en su libro La reforma de la liturgia (p. 283). Este apasionado ataque a la praxis litúrgica de la Iglesia durante la mayor parte de su historia debe ser seguramente uno de los pasajes más notables jamás escrito por un católico (si su autor puede ser considerado tal):
Como buen historiador que sabe sopesar ambas partes y llegar a un juicio equilibrado, ¿por qué no menciona los millones y cientos de millones de fieles que por fin han logrado dar culto en espíritu y en verdad? Quienes por fin pueden orar a Dios en su propia lengua y no con sonidos sin sentido, y estar felices de saber de ahora en más lo que dice ¿No son ellos “la Iglesia”? Respecto al latín como “vínculo de unidad”, ¿cree que la Iglesia no tiene otras formas de asegurar la unidad? ¿Cree que hay una unidad profunda y sentida en medio de la incomprensión, la ignorancia y la “oscuridad de la noche” de un culto que carece de rostro y luz, al menos para los que están en la nave? ¿No piensa que un pastor sacerdotal debe buscar y fomentar la unidad de su rebaño –y por tanto del rebaño universal– mediante una fe viva que se alimenta de los ritos y se expresa en el canto, en la comunión de los espíritus, en el amor que anima a la Eucaristía, en la participación consciente y en la entrada al misterio? La unidad del lenguaje es superficial y ficticia; el otro tipo de unidad es vital y profunda... Aquí en el Consilium no trabajamos para museos y archivos, sino para la vida espiritual del pueblo de Dios.