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El conjuro

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Rutilio Manetti, Lot atendiendo a los dos ángeles, Christian Museum, Esztergom


por Ludovicus



Se iba deshaciendo la tarde, y los dos viajeros, sin asomo de fatiga, caminaban altaneros por las callejuelas de la descolorida ciudad, siguiendo al viejo derrumbado que los guiaba. Carcomidos por la curiosidad y la sólita ausencia de visitas, los vecinos se asomaban a contemplarlos. Sus ojos palpaban con avidez el reflejo de sus túnicas, la blancura de sus mantos, la pulcritud de la piel y los cabellos dorados, los rasgos nobles y ajenos. Alguien observó que se dirigían a la casa del viejo guía, el único de los habitantes que todavía recibía muy de vez en cuando con hospitalidad. 

    Esa noche la ciudad hirvió en rumores y sospechas, y la plaza de los dioses oscuros congregó a todos en un ardoroso debate. Algunos sostuvieron que los visitantes eran espías, enviados por un reino remoto; otro refutó tal opinión señalando que ellos ni siquiera se habían dignado mirar a su alrededor, flacos para el oficio de espionaje. Varios más esbozaron otras teorías y entonces menudearon los gritos y los insultos comunes entre los ciudadanos. Finalmente, el más viejo sostuvo y todos se convencieron o intentaron convencerse, de que, vistas sus vestimentas y apariencia, no podían ser más que sacerdotes de dioses ajenos. De dioses poderosos, agregaron varios innecesariamente, porque la ciudad conocía a muchos y era famosa por la abundancia de placeres y de ídolos. 

    De ese convencimiento brotó el impulso de ir a buscarlos. Se les presentaba una oportunidad : querían que la ciudad moribunda, infértil y escasa volviera a su plenitud, y que algún útil hechizo, arrancado a estos emisarios, obrara el prodigio. Los viejos recordaban que dos o tres generaciones atrás, un gran Mago había echado sobre la siniestra ciudad un gran conjuro, acompañado de la revelación de ritos secretos y obscenos. Todo cambió entonces, fluyeron las riquezas, vivieron, comieron y amaron y no negaron nada a sus vidas. Un dicho en boga era que el mayor pecado había sido llamar pecado al amor, pero hacía tiempo que habían olvidado el amor y el pecado y la desesperación por arrancar más placer a la vida los fue inundando. Poco a poco la melancolía se adueñó de los habitantes, hastiados de tanto lujo que se secaba como arena en sus bocas. Los ídolos tampoco parecían escuchar, aunque tuvieran oídos, ni ayudar, aunque tuvieran manos y sus bocas parecían torcerse cada vez más en una mueca despectiva.

    Así que todo el pueblo, desde jóvenes y ancianos y los escasos niños de la Ciudad, se dirigieron a la casa de Ben Haran, que quedaba casi en las afueras. A la sombra de una gigantesca encina, no era pequeña, y la puerta ya a esa hora estaba sólidamente trancada, y los ávidos golpes descuajeringaron el silencio. Ben Haran, sin asomarse, preguntó qué querían. 

    ¨Los extranjeros, los sacerdotes, los dioses o poderes que alojas, queremos que nos bendigan¨ contestaron. Ben Haran, temblando contestó ¨¿Para qué quieren la bendición del Fuerte?¨ como una ola respondieron  ¨Para ser poderosos y fuertes y ser felices con nuestras vidas y osar lo que los hombres no osan. Para no temer más ni a hombres ni a dioses y permanecer aquí en esta tierra como se hunde esta encina en la tierra¨. Ben Haran les dijo que sus huéspedes eran emisarios del Altísimo, del Poder, y que no darían su Poder a los indignos. La ira los recorrió como una víbora. El viejo que había hablado en la asamblea dijo entonces ¨Vienes como extranjero, Lot y te soportamos, traes forasteros y no nos bendicen ni entregan sus conjuros, al menos sácalos afuera para que los conozcamos. Son muy bellos y para algo servirán¨. No terminó de decir esto que una luz blanca les acuchilló los ojos  y quedaron ciegos. No volverían a ver, pues iban a conocer la ira de Yaveh ese mismo día.







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