Este año, 2023, es significativo para todos aquellos que consideramos que la batalla por la liturgia tradicional es crucial para la supervivencia de la Iglesia. Sabemos que es una batalla que comenzó a librarse en el momento mismo en que Annibale Bugnini comenzó con sus maquinaciones, y que es una batalla en la que muchos dieron todo, su fortuna y su vida entera, por librarla. Y a ellos debemos recordar y agradecer, pues se trata de un acto de justicia. Este año se cumple el centenario del nacimiento de Cristina Campo que durante los años más álgidos de la batalla, luchó y dio un testimonio invalorable que es ejemplo de tenacidad, de convicción y de valentía, y nos inspira para atravesar estos años difíciles que estamos viviendo.
Cristina Campo fue el pseudónimo de Vittoria Guerrini, brillante escritora que en los últimos años ha sido redescubierta por la crítica literaria. Nacida en Bologna en 1923, hija de un importante músico que llegó a ser presidente de la Academia Santa Cecilia. Desde muy joven tuvo lo que ella llamaba un “temperamento místico” que se intensificó con la lectura de ciertos autores, fundamentalmente Simone Weil, quien la marcaría profundamente. En Florencia frecuentó a un importante grupo de escritores e intelectuales que incentivaron su agudo intelecto y su innata facilidad para la escritura. En 1955 se trasladó junto a sus padres a Roma. Y va a ser en la Ciudad Eterna donde Cristina Campo comienza su camino de retorno a la fe que había dejado hacía años. No sabemos exactamente cómo se produjo su conversión. “El momento en que todo se junta y se reúne”, como le gustaba decir. Su director espiritual, el padre y más tarde cardenal, Paul Augustin Mayer, habla de una profunda ruptura con un pasado que ella recordará a partir de entonces como “muy tormentoso”. Ciertamente tuvo influencia también para este paso su gran amistad con el brillante filósofo tradicionalista Elémire Zolla, y sus visitas a la abadía de San Anselmo, en el Aventino. Recordaba perfectamente la primera de esas visitas: el 19 de marzo de 1964, fiesta de San José. El canto de las vísperas solemnes por parte de los cientos de monjes que allí residían la conmovieron profundamente. Más tarde escribirá: “Se sabe de muchas conversiones debidas a la predicación, pero la chispa puede encenderse con un solo gesto litúrgico perfecto; hay quien se ha convertido al ver a dos monjes inclinarse profundamente juntos, primero ante el altar, luego el uno ante el otro, retirándose después a las profundidades de la sillería del coro”. Quizás este fue su caso.
Pero ese mundo al que había llegado, ese “paraíso” como ella lo llamaba, y que consistía en la liturgia católica muy pronto comenzó a ser amenazado; más aún, comenzó a ser desmantelado. Recordemos que fue ese mismo año, 1964, cuando comenzaron los “experimentos litúrgicos”, varios de los cuales tenían lugar en San Anselmo: concelebraciones, misa cara al pueblo, uso de la lengua vulgar, etc.
En 1965 murió su padre y, para el funeral, por tratarse de un conocido hombre de cultura, Cristina Campo consiguió algo inaudito: una misa solemne de réquiem celebrada por el P. Mayer y cantada por toda la comunidad de monjes de la abadía de San Anselmo. Esta ceremonia la impactó profundamente: “Nunca he visto ni oído nada más hermoso en este mundo”, escribió. Y por eso mismo, porque eso tan hermoso estaba a punto de ser destruido, es que se decidió a actuar: “Debemos salvar la liturgia; escribamos al Papa”, fue su decisión en medio del duelo por la muerte de su padre. Y será esa decisión la que la llevará a emprender incansablemente innumerables acciones en defensa de la liturgia tradicional, como la nota que elevó al Papa Pablo VI, firmada por importantes representantes de la cultura del mundo entero o su presencia fundamental en la redacción del Breve examen crítico al Novus Ordo Missae, que luego sería atribuido a los cardenales Ottaviani y Bacci.
En 1966 fundó en Roma el capítulo de Una Voce Italia. Luego, estableció una Escuela de Canto Gregoriano, y alentó la fundación de otros capítulos de Una Voce en otras ciudad italianas. En la sede de la asociación romana se reunían personas muy diferentes: profesores, estudiantes, amas de casa, jubilados. Cristina preparaba casi todas las reuniones, pero no le gustaba hablar en público. Normalmente escribía pequeños folletos para distribuir en las reuniones, en los que describía los gestos litúrgicos, las oraciones perdidas, recogía textos de los Padres del Desierto y de los grandes místicos, hablaba del incienso y de la bendición de las campanas, de la señal de la cruz y de los cantos de Adviento.
Hay varios testimonios sobre cómo, con su prodigiosa capacidad de lectura, absorbió y reelaboró los conocimientos teológicos y rituales de la Iglesia católica. Animada por una vibrante pasión litúrgica, Cristina Campo supo transmitir y suscitar en quienes la rodeaban la reverberación de esa pasión con una actividad incesante y casi febril que llegó a implicar a ilustres nombres de la cultura, las artes y las letras en la defensa de la liturgia tradicional.
La suya fue una batalla infatigable que agotó sus fuerzas. Se dedicó plenamente al combate de defender la liturgia tradicional y para ello renunció al sueño y a la comida. Para los médicos era una cuestión desesperada. Murió en Roma, el 10 de enero de 1977. En esa ocasión, el boletín de Una Voce escribía lo siguiente: “Quién no ha vivido los inolvidables días de 1966, cuando, frente al avance masivo del enemigo, que se levantaba contra la Iglesia de siempre, sólo una joven frágil y ya enferma se erguía como barrera. Quienes no la vieron luchar tamquam leo [como un león] contra las hordas que agrandaban la sacrílega revuelta clerical, utilizando, más que su conocida y aguda dialéctica, una preparación teológica superior a la de algunos prelados; quienes no estuvieron entonces a su lado, no pueden imaginar la enorme cantidad de trabajo realizado por defender la causa de la liturgia católica”.
El recuerdo de Cristina Campo debe ser hoy para todos nosotros un aliciente y un ejemplo. Animarnos a seguir en nuestro empeño de que, a pesar que parezca que las tinieblas se han adueñado del mundo y de la Iglesia, Dios no permitirá que el tesoro de los siglos que nos fue legado por nuestros padres desaparezca. Pero Dios cuenta con nosotros, como contó con Cristina Campo. Como ella, entonces, no temamos en luchar y defender nuestra causa, aunque el costo a pagar sea elevado.