Terminó la primera parte del sínodo. En la intrascendencia más absoluta, como estaba previsto. Nadie le presto atención, ni en la Iglesia, ni en el mundo. Fue un mes en el que se habló interminablemente, se experimentaron las sorpresas del espíritu —quién sabe de cuál— y se moldearon animalitos con plastilina. Onanismo puro. Como decía Aldo María Valli en el artículo que publicamos el lunes pasado, el pontificado de Francisco está muriendo y arrastra en su decadencia a la Iglesia toda. Estaba previsto; eso debía ocurrir y lo anunciamos en este blog desde el primer día de este pontificado.
El sínodo, hasta ahora, no ha servido más que para hacer perder el tiempo a los centenares de padres y madres sinodales, y enormes cantidades de dinero de los fieles a la Iglesia. Ni siquiera le ha servido a los modernistas: Mons. Overbeck, el obispo de Essen y propulsor de las reformas más drásticas dice estar decepcionado, y lo mismo le ocurre al P. James Martin. Los ingenuos siguen pensado que Francisco pagaría todas las facturas que firmó cuando le ofrecieron la elección. Los conservadores, en cambio, se muestran sin ningún entusiasmo pues, aunque todavía no salgan herejías del aquelarre, tampoco saldrá nada bueno. Será, como todo en los últimos diez años, una excusa más para seguir con apariencia de vida el pontificado estéril y dañino de Bergoglio.
Sin embargo, el sínodo sí ha tenido un efecto positivo, aunque secundario: hizo las veces de consistorio en clave pre-cónclave, ya que los cardenales participantes comenzaron a encontrarse. Como los cuadrúpedos, se olieron mutuamente a fin de reconocerse, saber quién es quién e imaginar que nombre deberán escribir en la papeleta un día que no puede estar muy lejano. Y este desconocimiento purpúreo ocurre porque el Papa Francisco ha internacionalizado al extremo el Sacro Colegio: resulta imposible conocerse entre ellos. Debo decir que no me parece mal esta internacionalización. Un colegio cardenalicio eurocéntrico y con aplastante mayoría de italianos parió a Juan XXIII y a Pablo VI, los grandes culpables de la catástrofe que estamos viviendo. Por otro lado, cuando se visita Roma se pueden observar fenómenos interesantes. Por ejemplo, es muy notable la piedad que demuestran los fieles africanos o asiáticos —del Extremo Oriente o de India—, durante la Santa Misa o en las visitas a las basílicas e iglesias, una piedad que muy pocos occidentales y cristianos, por muy católicos opusdeístas, kikos o carismáticos que sean, son capaces de demostrar. O bien, las religiosas africanas o asiáticas habitualmente usan hábito; las religiosas occidentales, además de ser viejas, se visten de civil aunque a una legua de distancia se percibe que son monjas. Es verdad que en todas partes se cuecen habas y que todos los países tienen su Tucho, pero me parece equivocado pensar que porque hayan muchos cardenales que habiten más allá de las fronteras del Danubio, la cosa sea peor que si vivieran del lado de la civilización.
Iacopo Scaramuzzi escribió en La Republicca un artículo en el que clasifica a los cardenales en cinco grupos. Veamos algunos pocos ejemplos:
1. Los bergoglianos de hierro: Mario Grech, Francis Prevost, Luis Tagle, Víctor Fernández, Jean-Claude Hollerich, José Tolentino de Mendoça, Robert McEllroy.
2. Los conservadores: Peter Erdö, Malcom Ranjith, Robert Sarah, Gerhard Müller, Raymond Burke, Willem Eijk, Anders Arbolerius, Timothy Dolan.
3. El eje mediterráneo: Mateo Zuppi, Jean-Marc Aveline, Juan Omella, José Cobo, Antonio dos Santos.
4. El eje institucional: Pietro Parolin, Marc Ouellet, Claudio Gugerotti, Arthur Roche, Kevin Farrell,.
5. Los outsiders: Fridolin Mobongo, Gerald Lacroix, Cristóbal López Romero, y tantos otros de países remotos.
Hay que tener presente que no porque un cardenal haya sido creado por Bergoglio, es un bergogliano. Y, en todo caso, puede ser un bergogliano hasta el momento en que el cadáver pontificio hieda y luego dejar de serlo.
Nadie sabe quién será elegido Papa en el próximo cónclave, pero todos pueden hacer sus pronósticos o sus análisis. En mi opinión, los grupos que tienen pocas chances de ser elegidos son el de los conservadores, por razones bastante obvias, y el de los bergoglianos, por razones obvias también: la Iglesia no soportaría otro pontificado con este nivel de confusión descomunal y, normalmente en los últimos siglos, siempre se han elegido pontífices del signo más o menos opuesto al anterior. Por ejemplo, se eligió a un liberal —Pío IX— para suceder a un conservador como Gregorio XVI, aunque al final el conejo se convirtió en liebre; y a Pío IX lo sucedió León XIII, con simpatías liberales, y a este San Pío X, ultra antiliberal; y luego Benedicto XV, más bien ladeado a la izquierda. A Pablo VI, Juan Pablo I y II, ambos derechosos.
Esta teoría parecería indicar entonces que debería ser elegido un moderado. Y moderados se encuentran en los otros tres grupos: lo es Parolin, lo es Aveline y lo serán decenas de los desconocidos outsiders.
¿Qué nos conviene a nosotros? Y por nosotros me refiero a los tradicionalistas, a los que creemos firmemente que sin restauración de la liturgia nunca podrá existir la restauración de la fe, porque es la liturgia la que expresa la fe. Es evidente que nos convendría que fuera elegido un cardenal conservador. Puestos en esa situación, no me parece que Burke o Sarah, los que nos resultan más cercanos, tengan alguna posibilidad. No creo que tampoco la tenga el cardenal Müller, puesto que ha sido demasiado frontal y tendrá un buen batallón de enemigos dispuestos a dar batalla, principalmente sus hermanos alemanes, que no permitirán un nuevo Ratzinger. Sin embargo, podría ser algún otro de los conservadores, pero me pregunto qué margen de acción podrán tener y qué capacidad de gestión. Todos ellos son ajenos a la Curia y sabemos que allí anida una serpiente que ningún Papa ha podido decapitar.
Sería catastrófico para nuestra causa que fuera elegido un cardenal del eje institucional. Si bien tienden a ser conservadores de la institución —recordemos que fue el cardenal Re quien impidió que Francisco nombrara a un obispo hereje alemán como prefecto de Doctrina de la Fe [ya sé que terminó nombrado al incapaz de Tucho]—, son profundamente contrarios a la liturgia tradicional. Ya sabemos quién es Roche, y sabemos también que fueron Parolin y Ouellet los partidarios más fervientes de Traditiones custodes. Estaríamos muertos si el nuevo Papa es un curial.
No me parece probable tampoco que sea elegido un outsider. Y primer lugar, por serlo. No son conocidos y, en general, son personalidades como las que prefiere Bergoglio: opacas y mediocres. Y, sobre todo, estimo que los integrantes del Sacro Colegio se cuidarán mucho de elegir a un desconocido, porque quien se quemó con leche, ve una vaca y llora. Después de la sorpresa que resultó ser el humilde cardenal que vino del fin de mundo, todos tratarán de evitar cualquier tipo de sorpresas, vengan del rincón del globo del que vengan.
En mi opinión entonces, es probable que el próximo papa provenga de eje Mediterráneo. Podría ser, por ejemplo, el cardenal Jean-Marc Aveline, arzobispo de Marsella, un extremista de centro y astro ascendente dentro universo del episcopado francés, o podría ser cualquier otro cardenal de países europeos de mayoría tradicionalmente católica. ¿Quién lo sabe? No tiene mucho sentido hacer pronósticos. Sí podemos, en cambio, dirimir quién nos convendría a nosotros a partir del análisis previo. Es decir, excluidos todos los que a mi juicio forzosamente hay que excluir, ¿cuál sería mejor para el mundo tradicional?
Yo no tengo dudas: el cardenal Mateo Zuppi. Y por una razón muy sencilla: es un liberal coherente. La mayoría del resto de cardenales son liberales hacia la izquierda, pero jamás hacia la derecha. Ocurre como en el caso de los defensores de los derechos humanos: solamente son derechohabientes los progresistas e izquierdistas. A los que están a la derecha, sólo les cabe la persecución. No es el caso del cardenal Zuppi, quien ha demostrado ser liberal para ambos lados. Por supuesto que no es lo ideal y difícilmente fuera el mejor papa. Vaya uno a saber con qué sorpresas nos vendría, pero a nosotros nos dejaría tranquilos. Cualquier otro de los elegibles, traería también sorpresas y, a la vez, nos perseguiría.
Zuppi, mientras era obispo auxiliar de Roma, celebró varias meses la misa tradicional públicamente y se ha preocupado de defender pública y privadamente en varias ocasiones —y me consta— a sacerdotes y fieles tradicionalistas ante las más altas esferas. El año pasado, celebró las vísperas solemnes en el Panteón de Roma dando inicio a la peregrinación anual Ad Petri Sedem, y ha continuado con su política de defensa y protección de la tradición litúrgica. No me extrañaría en absoluto que, si fuera Sumo Pontífice, celebrara él mismo una misa papal tradicional. Por cierto, no sería extraño que una semana después diera la bendición a un par de tortolitos del mismo sexo.
I nsisto en que no estoy diciendo que sería un buen papa y probablemente terminara convirtiendo a la Iglesia en un open mall de Miami en los que todos pueden encontrar cualquier cosa que busquen. Pero cualquier otra opción sería bastante similar. Se trata, entonces, de adoptar una solución pragmática: si lo que viene es necesariamente malo, que sea, al menos, lo menos malo para nosotros a fin de que podamos realizar la tarea que se nos ha encomendado: preservar el tesoro de la liturgia y, consecuentemente, de la fe expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Iesu Christi.
El cardenal Zuppi tiene, además, un plus que me indicó un agudo y joven amigo: nació y se crió en Roma. Es romano, y al respecto San Malaquías tendría algo que decir.