La publicación el último viernes de una brevísima entrada sobre Mons. Gabriel Mestre, arzobispo electo de La Plata, provocó una inesperada cantidad de comentarios de los que publiqué sesenta y nueve. Una buena cantidad de ellos, contrariamente a lo habitual, hacían suponer una gran confusión y falta de formación católica de sus autores. Me ha parecido entonces oportuno dar mi opinión sobre el tema.
Sobre Mons. Gabriel Mestre poco puedo decir por ahora. Lo que me interesa discutir son los argumentos que aparecieron en el blog para defender la aparición del obispo en paños menores en un programa televisivo.
1. Algunos argumentaron que el apóstol Pedro y su hermano Andrés, que eran pescadores, andaban buena parte del día en cueros por las playas del mar de Tiberíades, ¿por qué no puede hacer lo mismo uno de sus sucesores? Esta falacia es tan vieja y tan gastada que escasamente merece la pena ser respondida. Con criterio similar, no deberíamos escandalizarnos si Mons. Mestre se paseara con una túnica que le llegara a las rodillas pues así lo hacía el resto de los apóstoles; o que se sentara en la plaza marplatense a cobrar el diezmo porque así lo hacía Mateo, o que rezara una novena pidiendo por la salud de su suegra, para lo cual debería primero casarse, como hizo Pedro.
2. Otros varios consideraron que estaba muy bien que un obispo practicara deportes, pues mens sana in corpore sano. Y es verdad, sólo que habría que agregar que esos deportes deberían ser apropiados al alto estado clerical que posee. Nadie lo obligó a ser sacerdote o a ser obispo, y esa consagración implica algunas renuncias, entre ellas, a algunas actividades que eventualmente podrían estar permitidas a un laico. Creo que nadie estaría de acuerdo con que un obispo practicara gimnasia artística o hiciera danza clásica o folclórica. La dignidad de su puesto le impide el ejercicio de estas artes o deportes. En el caso concreto de Mons. Mestre, practica natación en las costas atlánticas, y lo hace, según parece por la entrevista, en competiciones y otros acontecimientos públicos. Y esto exige presentarse a la vista de miles de personas en ropa interior, pues un traje de baño es un calzoncillo confeccionado con otro tipo de tela y al que se le da un nombre diferente. Creo que nadie estará de acuerdo en que está bien que un obispo se pasee en calzoncillos por su ciudad. En todo caso, si quiere nadar, que busque un sitio y un horario discreto, pero resulta muy extraño que se preste a aparecer de lo más feliz mostrando sus carnes en un programa de televisión.
Un buen ejemplo al respecto fue Juan Pablo II, a quien también le gustaba nadar e hizo construir una piscina en Castelgandolfo para tal fin. Sin embargo, cuando descubrió que los paparazzi se apostaban en las zonas aledañas para fotografiarlo, dejó esa práctica definitivamente.
3. Otros defendieron a capa y espada a Mons. Mestre porque se mostraba muy varonil. Es comprensible que luego de los especímenes episcopales que se pasean en las últimas décadas por las pasarelas, se extrañe en ellos ya no solamente la fe sino incluso la virilidad. Pero de ahí a poner como condición suficiente para una elección episcopal la manifiesta virilidad, hay una distancia bastante grande. Estos comentadores podrían sugerir al Papa que eligiera a los próximos obispos de entre los integrantes de los Pumas o de entre los jugadores de algún club de rugby.
4. Sin embargo, lo que llamó más mi atención fue la completa incomprensión de algunos lectores con respecto al pudor y a la modestia, que son dos virtudes hechas y derechas, y a las cuales la Iglesia siempre prestó atención.
Santo Tomás ubica a ambas como virtudes derivadas de la templanza. En el caso del pudor (S. Th, II-II, 164), se trata del hábito de conservar la propia intimidad a cubierto de los extraños; la virtud que pone sobre aviso ante los peligros para la pureza, los incentivos de los sentidos que pueden resolverse en afecto o emoción sexual, y las amenazas contra el recto gobierno del instinto sexual, tanto cuando estos peligros proceden del exterior, como cuando vienen de la vida personal íntima.
No se trata de ser pudibundo o mojigato; se trata de ser realista y comprender la naturaleza humana herida por el pecado. Hasta hace relativamente poco —mediados del siglo XX—, la Iglesia desaconsejaba la asistencia a balnearios mixtos y pedía que los trajes de baño cubrieran el cuerpo entero, tanto en varones como en mujeres. Más aún, en algunas diócesis como Canarias, los sacerdotes tenían prohibido absolver a quienes concurrían habitualmente a las playas públicas, pues eso indicaba falta de propósito de enmienda, con la consiguiente invalidez de la absolución. Podría considerarse que todas estas prescripciones eran una exageración pero ¿no lo es acaso también lo que sucede en la actualidad? ¿Puede realmente una familia católica ir de vacaciones con sus hijos adolescentes a playas populosas donde sabe que estarán días enteros rodeados de una multitud prácticamente desnuda? Cualquier hombre normal se sonrojaría y pediría múltiples disculpas si por inadvertencia viera a la mujer de su amigo en ropa interior. ¿Cómo se entiende, entonces, que puedan irse ambas familias de vacaciones juntas a la playa donde verá a la misma señora todos los días pasearse en ropa interior, aunque la llame traje de baño? Y ahora resulta que en el balneario más importante de Argentina, Mar del Plata, quien se pasea entre los bañistas a fin de practicar deporte acuáticos es el propio obispo del lugar. ¿No es disparatado? ¿Y no es más disparatado aún en los tiempos que corren, con los gravísimos escándalos episcopales que hemos conocido?
Cuando decimos de alguien que es una persona modesta, pensamos enseguida en alguien que sabe estar en el lugar que le corresponde, alguien equilibrado al que da gusto tratar, que, incluso en el porte externo y en las maneras, es educado y sin afectación. Es una virtud humanamente atractiva, vivida por Cristo, modelo del hombre perfecto.
Santo Tomás (S.Th, II-II, 167-169) explica que un vicio contrario a la modestia puede darse por la falta de cuidado del porte exterior, por no darle importancia (por ejemplo, llevar la ropa sucia o maltratada, o no llevar ropa, como el caso del obispo Mestre), por pereza o por alguna otra razón. Este vicio es agravado si esta falta de modestia causa escándalo por tratarse de una persona constituida en autoridad o considerada de alguna manera como modelo a seguir, y que, por tanto, debería gozar de la buena estimación de otros.
Sé que esta opinión no será del gusto de muchos. La considerarán propio de una gazmoñería ridícula y de una exageración intolerable. Y quizás tengan razón. Yo, en cambio, considero que no es más que realismo.