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Las dos iglesias

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La semana pasada, un lector del blog dejó un interesante comentario. Decía:

Pero qué misterio el que artículos como éste aún sean escritos cuando el 95 / por ciento de los fieles no se plantean ni por asomo estos problemas para nosotros existenciales. De mañana trabajo en una institución católica y de noche leo The Wanderer. El cortocircuito es absoluto: ¿cuál de los dos mundos es el verdadero? El de la mañana es rosadito, esperanzador, ajeno a cualquier conflicto de fe o curial. Viven de una iglesia de la alegría, en buena fe, donde trabajo rodeado de gentes generosas y algunas religiosas muy piadosas. Se respira virtud y paz. Qué misterio Mi Señor!!!!¡

La situación planteada es real. Los que advertimos la deriva catastrófica que ha tomado la Iglesia desde hace algunas décadas y que se ha agudizado hasta lo impensable en el pontificado de Francisco, somos pocos, muy pocos. El comentarista nos asigna con generosidad excesiva un 5% del total de los católicos. Creo que somos muchos menos. La enorme mayoría vive en el mundo rosado donde todo está más que bien y ya sabrán nuestros señores obispos y el señor papa de Roma lo que más conviene a la Iglesia. Y, como también se afirma en el comentario, la gran mayoría de esos católicos son buenas personas, piadosos a su manera, creen en Dios, practican las virtudes y están animados por los mejores deseos para sus hermanos y para la misma Iglesia. Podremos aducir con razón que buena parte de estos aspectos positivos están sostenidos en una mera emotividad; la misma que los llevó a aceptar sin cuestionamientos la comunión de los divorciados (“¡Pobres! Tienen derecho a rehacer sus vidas”) y los llevará a aceptar la bendición de parejas homosexuales (“¡Son tan buenos y se quieren tanto!”). Pero, ¿son ellos los culpables? Sería para discutir. Como dice el refrán, “La culpa no es del chancho sino de quien le da de comer”. Tengo mis serias dudas, en cambio, sobre la mirada positiva del comentarista sobre las “religiosas muy piadosas”. No sé si será por influencia de Castellani, pero creo que las monjas son una especie del género femenino sumamente peligrosa para los demás y para sí mismas. 

Pero es el interrogante de fondo del comentario el que merece una reflexión: “¿Cuál de los dos mundos es el verdadero?” ¿El rosado o el caliginoso? ¿El del 95% o el del 5%? Afortunadamente, los lectores del blog no son propensos a creer en las fantasías de la democracia y la razón automática de las mayorías, y sabemos, porque nos fue dicho y enseñado, que en algún momento de la historia serán muy pocos, casi insignificantes, aquellos que conservarán la fe. El problema no es el número. El problema es por qué algunos vemos —y tenemos certeza de lo que vemos— lo que otros no ven. En realidad, la pregunta debería ser planteada al revés, puesto que nosotros tenemos la certeza que nos aporta la aplastante evidencia. ¿Por qué los otros no ven la evidencia? Y ese es el gran misterio, como indica el comentarista. Porque no se trata de ver algo escondido o una verdad a la que se llega luego de complejos razonamientos teológicos. No. Se trata simplemente de ver lo evidente, lo cual es tautológico, porque justamente por ser evidente (ex-videre), salta a la vista, no puede ser negado. Debe, necesariamente, ser visto.

Creo yo que una buena parte no la ve sencillamente porque no la quiere ver; es decir, por un acto de voluntad positiva. Es el caso del mundo conservador y juanpablista. Tengo contacto frecuente con amigos pertenecientes al Opus Dei, en todos sus estratos y en todas sus edades, y es imposible hablar con ellos de la “crisis de la Iglesia”. De esos temas no se habla, y cuando se les muestra, casi de prepo, lo que está ocurriendo, la reflexión más audaz que se conseguirá de ellos será decir: “Son las miserias de la Iglesia”. Con eso arreglan todo, incluida su conciencia, y siguen sonriendo en este mundo de parabienes. Y la situación es similar en todo el resto del universo conservador: Legionarios (con más que honrosas excepciones); Fasta, IVE, Schönstatt, y probablemente también kikos y carismáticos, y hanukas y toda la barahúnda que seguramente dentro de algunas semanas invadirá Lisboa. [Hay excepciones, por cierto, como la muy notable del P. Santiago Martín que, en su último video, lanza un durísimo ataque la Vaticano II y los curas concliares].

Pero otro grupo, seguramente el mayoritario, no lo ve porque no puede verlo, ya que no tiene capacidad para hacerlo. Son aquellos a quienes inadvertidamente les cambiaron la Iglesia, y para ellos, ser católicos, es vivir en ese mundo siempre rosado, donde todo se resuelve con “toma mi mano hermano” y les parece la cosa más normal que la Iglesia se adapte continuamente a las ondulantes modas y exigencias del mundo. Son aquellos que se sienten cómodos en las misas transformadas en shows de guitarras y bombos, en las que la eucaristía no es más que el pan compartido de la comunidad y en parroquias donde en la catequesis se dejó de enseñar las verdades de la fe para entrenar a los niños en ser buenos hermanos de todos los hombres. En pocas palabras, son lo “católicos” que viven en la iglesia que se fundó en el Concilio Vaticano II y que, así como un católico nacido hace un siglo no reconocería como católica una misa de la actualidad aunque sí reconocería una celebrada hace un milenio, estos nuevos católicos no sólo no reconocerían como católica una misa de 1960, ni a un catecismo ni a un devocionario de esos años, sino que afirmarían con convicción pertenecer a otra fe, renegando de la enseñada por los apóstoles.

Hesito y trepido al escribir las líneas que siguen, pero lo cierto es que el misterio que señalaba el lector no es tan misterioso. En realidad, lo más lógico es que “el cortocircuito sea absoluto”, porque : “¿cuál de los dos mundos es el verdadero?”. Ambos lo son. El problema está en nosotros que seguimos considerando que ambos mundos son un solo mundo y deberían ser similares. Ante nosotros aparecen dos iglesias, con dos liturgias completamente distintas, dos teologías completamente distintas, con dos símbolos interpretados de modos completamente distintos, con dos morales completamente distintas, y podríamos seguir señalando distinciones. El pontificado de Bergoglio no ha hecho más que decantar lo que se inició con el Vaticano II y —seamos honesto—, se potenció con el larguísimo mandato de Juan Pablo II. 

Pareciera que ya es delinean con claridad las dos iglesias con un mismo papa confuso para ambas; una, la iglesia de la publicidad y vendida al mundo; otra, de apenas un puñado de fieles, la Iglesia de las promesas: 

Puede haber dos Iglesias, la una la de la publicidad, Iglesia magnificada en la propaganda, con obispos, sacerdotes y teólogos publicitados, y aun con un Pontífice de actitudes ambiguas; y otra, Iglesia del silencio, con un Papa fiel a Jesucristo en su enseñanza y con algunos sacerdotes, obispos y fieles que le sean adictos, esparcidos como «pusillus grex» por toda la tierra. Esta segunda sería la Iglesia de las promesas, y no aquella primera, que pudiera defeccionar. Un mismo Papa presidiría ambas Iglesias, que aparente y exteriormente no sería sino una. El Papa, con sus actitudes ambiguas, daría pie para mantener el equívoco. Porque, por una parte, profesando una doctrina intachable sería cabeza de la Iglesia de las Promesas. Por otra parte, produciendo hechos equívocos y aun reprobables, aparecería corno alentando la subversión y manteniendo la Iglesia gnóstica de la Publicidad.

Julio Meinvielle, De la cábala al progresismo,  Salta: Editora Calchaquí, 1970.



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