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Nuestros peligros: fariseismo

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El segundo de los peligros que afectan particularmente al mundo tradicionalista y que quiero señalar es el fariseísmo, y utilizo esta expresión que suena muy dura, y lo es, por comodidad. Espero ser claro en lo que quiero decir con ella.

Con cierta frecuencia se observa entre los asistentes habituales a la misa tradicional, sea a capillas en “plena comunión” en “comunión imperfecta”, el convencimiento de que, porque han descubiertos y son fieles a la liturgia secular de la iglesia, pertenecen a una minoría privilegiada que ha tenido la posibilidad, sea por el factor que sea, de acceder a un universo de sacralidad, belleza y abundancia de gracias, al que muy pocos cristianos conocen, y que ningún pagano imagina. Es un convencimiento acertado; efectivamente es así. El problema es que de un modo más o menos consciente se da un paso ulterior que consiste en convencerse igualmente que, por estar en ese grupo privilegiado, se forma también del “pequeño rebaño”, es decir, del grupo de los elegidos y, consecuentemente, están ya casi salvados. 

Esta actitud es problemática por varios motivos pero el que en mi opinión es el más grave es que tales fieles concluyen silogísticamente con la convicción de que la salvación les viene por la liturgia tradicional. Y la salvación, todo lo sabemos, nos viene por la fe en Jesucristo. Conviene releer los primeros capítulos de la carta de San Pablo a los Romanos, donde insiste machaconamente sobre el tema a los judíos que vivían en la capital de imperio. Escribe: “A Abraham le fue tenida en cuenta la fe para su justificación. ¿Cuándo le fue tenida en cuenta? ¿Antes o después de la circuncisión? Evidentemente antes y no después. Y él recibió el signo de la circuncisión, como sello de la justicia que alcanzó por medio de la fe, antes de ser circuncidado”. (4, 9-11). Abraham se salvó no porque estaba circuncidado sino porque tuvo fe. La circuncisión, más allá de que fuera el rito sagrado y distintivo del pueblo judío, no era más que el signo exterior de una realidad interior. 

Podemos hacer una analogía con nuestro tema (y aclaro que la analogía es parte idem, parte diversa; no estoy diciendo que la circuncisión sea los mismo que la misa). El que nos salva es Jesucristo; Él es la Vida y Él es el dador de la “gracia en que nos mantenemos y nos gloriamos, en la esperanza y en la gloria de Dios” (Rm. 5,2). Nuestra justificación y nuestra salvación no nos vienen por la liturgia tradicional; nos vienen por la fe en Jesucristo. Y lo cierto es que nos resulta muy fácil y cómodo descentrarnos y comenzar a creer que seremos justificados porque asistimos puntual y devotamente a la misa latina, mientras que los que siguen yendo al novus ordo, quién sabe qué será de ellos. Tal actitud sería análoga a la del judío que creía que se salvaba por estar circuncidado; o al de los fariseos por cumplir con cada una de las abluciones y ayunos que marcaba la ley. Todos sabemos lo que es la misa, y la sublimidad de la liturgia, y en esta página nos hemos dedicado años a hablar sobre el tema. Pero no nos salvamos por la misa ni es la misa la que nos salva: nos salvamos por nuestra fe en Jesucristo y es Él quien nos salva. Nosotros no podemos hacer nada por nuestra salvación; ni siquiera ir a la misa tradicional es suficiente. 

Y se entiende que no estamos hablando aquí de la sola fide del protestantismo; es la fe que se traduce en obras, que es la única fe verdadera. Hay muchos que viven como paganos, en las costumbres y en los criterios, pero que sin embargo consideran que son buenos cristianos porque todos los domingos van infaltablemente a la misa tradicional desde su más tierna infancia. Yo creo que están en un error: seguir y amar a Jesucristo, y eso implica escuchar su palabra y cumplir los mandamientos (Jn. 14,15). Ese cumplimiento es la práctica de las virtudes cristianas, y no se agota simplemente con ser habitué de la liturgia tradicional. Como en el caso de Abraham, asistir a la liturgia tradicional debería ser el signo de una realidad anterior e interior.

Si así son las cosas, surge inmediatamente una pregunta: ¿por qué ir a misa tradicional entonces, y no a una misa novus ordo? O mucho más simplemente aún, ¿para qué ir a misa? Si la salvación consiste en la fe en Jesucristo, nos podríamos salvar de varios inconvenientes sin tantas participaciones rituales y preceptos morales. La respuesta no es sencilla, aunque lo parezca. Creo que se pude aplicar también análogamente una reflexión que hizo Joseph Ratzinger siendo un joven teólogo, y en la que en mis oídos resuenan ecos tolkinianos. Nuestra salvación se inició por un gran intercambio; en la cruz, Cristo se cambió por nosotros, los hombres, que éramos quienes merecíamos el castigo. Pero, dice Ratzinger, “sorprende que según la voluntad de Dios, este gran misterio de tomar el lugar de otro continúa de múltiples maneras a lo largo de la historia”. Es decir, el intercambio que hizo Nuestro Señor debe ser repetido también por aquellos que lo siguen. Y entonces, somos nosotros, los que formamos parte de esa elite de privilegiados de la que hablábamos más arriba, a quienes se nos encarga tomar el lugar de los muchos que viven aún sumergidos en el mundo de las tinieblas o que no han conocido el divino tesoro que a nosotros sí se nos dio a conocer y a amar. Y aún más, la salvación de ambos —los que lo conocemos y los que no— se obra solamente en la relación de los unos con los otros. Yo me salvaré si en la práctica de las virtudes y en mi fiel asistencia a la liturgia tomo el lugar de los otros, que no practican las virtudes y que no asisten a la liturgia. Y la salvación de ellos estará atada a que yo cumpla ese rol; como un nuevo Jesucristo, me intercambio con ellos para obrar el plan de salvación de Dios. Soy, al decir de Tolkien, un mediano, aquél que está en el medio y que facilita la acción de Dios sobre los hombres. 

Por eso nadie tiene derecho a decir: “Mira, otros se salvan sin las exigencias serias de la fe católica, o yendo al nouvs ordo, o no yendo a ninguno. Entonces ¿por qué no yo también?”. Pero, ¿cómo sabemos que la adhesión a la plena fe católica y a la liturgia de siempre no es justamente la misión imprescindible que Dios nos encargó por razones que no podemos discutir? Porque este es uno de esos asuntos sobre los cuales dice Jesús: “Todavía no puedes entenderlo, pero lo entenderás más tarde” (Juan 13,36).


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