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Nuestros peligros: esteticismo

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Quienes conocemos y defendemos la liturgia tradicional estamos expuestos a todos los peligros que cercan a cualquier hijo de Adán, y tenemos también algunos que nos son propios. Y quisiera llamar la atención sobre dos de ellos: el esteticismo y el fariseísmo, en los que casi inadvertidamente podemos caer.

    La belleza de la liturgia tradicional ocupa un lugar muy importante en las razones de nuestra preferencia por ella. Quienes vienen del mundo pagano y quienes vienen de las habituales experiencias horrorosas de las misas novus ordo quedan impactados por la belleza inesperada que descubren en la misa tradicional; una belleza que no es de este mundo y que a veces es capaz de transportar al hombre —en su cuerpo y alma—, con la ayuda del Espíritu, a los umbrales mismos de la gloria que nos ha sido prometida. Escribe el papa Benedicto XVI en su libro póstumo: “Cuando iba a las misas en los días de fiesta, las misas acompañadas del coro y de la orquesta eran parte integrante de nuestra experiencia en la fe en la celebración de la liturgia. Permanece indeleblemente impreso en mi memoria como, por ejemplo, apenas comenzaban a resonar las notas de la Misa de la coronación de Mozart, era como si el cielo si abriera y se experimentase mucho más profundamente la presencia del Señor” (Che cos’è il cristianesimo, Milano: Mondadori, 2023; p. 96). La belleza, entonces, es una característica inherente a la liturgia tradicional. Y siempre lo fue. 

Y esto que es muy bueno y que somos privilegiados en poder gozarlo, puede ser también un lugar de tentación y de caída. Podría darse el caso que para algunos la liturgia no fuera más que un lugar donde encontrar la belleza. Y la liturgia es mucho más que eso. Dicho de otro modo, podría darse que el caso —y se me disculpará la referencia a Kierkegaard— que hombres estéticos, que permanecen en ese estadio y que no conocen ni aspiran al estadio religioso, fueran grandes entusiastas y cultores de la liturgia tradicional. Y podría ser el caso de laicos y también de sacerdotes. Gozarían, sin duda, de la belleza propia de la liturgia tradicional, podrían ser acérrimos defensores de sus derechos y, sin embargo, quedarse en la mera belleza que la envuelve sin vislumbrar lo que ella esconde y que es lo verdaderamente importante. Y no lo harían con mala fe o siendo voluntariamente negligentes; al estar ubicados en el estadio estético están incapacitados para descorrer el velo; su mente, aunque deslumbrada por la belleza, después de ciertas regiones, está completamente a oscuras y es inhábil para lo sobrenatural, para praegustar (esto nobis praegustatum) las delicias de la presencia del Dios vivo al que contemplaremos plenamente el día de su manifestación.

Vista desde un punto de vista estrictamente sociológico, la liturgia puede ser considerada una especie de las artes performativas, tomadas estas en un sentido muy amplio. Y lo es porque comparte las cuatro características que las definen: el tiempo, el espacio, el cuerpo o la presencia del artista en un medio, y la relación con el público. En los último años se han hecho estudios sobre la liturgia desde esta perspectiva y los resultados son muy interesantes. Pero ni al investigador ni a quienes participamos de la liturgia se nos ocurre considerarla una mera expresión artística; ninguno va a misa para gozar de una perfomance artística o del flash mob semanal. O bien, podríamos también comparar a la liturgia con la representación de una ópera, en la que se dan las tres primeras características recién mencionadas pero no la cuarta. Planteada la cuestión de este modo, podría darse el caso de una persona que se comportara con respecto a la celebración de la misa como un melómano lo hace, por ejemplo, con Aída o con Tannheuser: la conoce a la perfección, es capaz de gozar de sus momentos más sublimes y también de encontrar pequeños defectos en su representación, gasta todos sus ahorros en asistir a las representación más afamadas, va al festival de Bayreuth cuando puede, tiene una impresionante colección de CD con diferentes versiones de las mismas óperas y es capaz de dar respuesta a cualquier pregunta, aún cuando sea un ínfimo detalle que se le haga sobre ellas. 

Nuestro hombre estético, paralelamente, podría encontrar en la celebración de la liturgia un sustituto para sus aficiones artísticas y su legítima pasión por la belleza. Si fuera sacerdote, incluso, reuniría en sí dos papeles centrales en la perfomance de una ópera: sería el regisseur—limitado ciertamente por las rúbricas— y el divo, el protagonista principal, que despliega sus movimientos solemnes y que hace resonar su voz armoniosa y entonada en todo el templo, tratando incluso de encontrar variaciones posibles a los tonos gregorianos para hacer la ceremonia lo más bella posible y fiel a lo que se recibió de la tradición. Y, sin embargo, ese hombre —sacerdote o laico—, podría estar completamente despojado de vida espiritual, apenas rezar y tener una fe, si es que tiene alguna, muy ligera y débil. E insisto, no haría todo esto porque es una mala persona o un farsante; lo haría porque es incapaz de transcender la estética, la belleza puramente sensible. 

Paradójicamente, podría esconderse detrás un racionalismo radical e inconsciente. Aceptaría gustoso y entusiasmado participar o celebrar la liturgia pero adhiriéndose con fuerza a la belleza de la cáscara sensible de ella. Navegando en esa superficie se sentiría seguro: “Esto —diría— vale la pena porque posee una belleza que difícilmente pueda encontrarse en otro escenario”. Pero se negaría rotundamente a interpretar el sentido espiritual de esos signos que contempla o que celebra, o a sentir su peso sobrenatural en el alma, porque consideraría que tal posibilidad sería ir en contra de la razón. Establecería en sus cuidados procesos racionales que se trata solamente de una cuestión artística, sublimemente artística, pero no más que eso, pues la razón no puede comprobar que haya algo más. Sería solamente una excelsa experiencia sensorial.

Seguramente no son muchos los tradicionalistas que han caído en esta tentación, o mejor, que se han acercado a la liturgia tradicional por este motivo. Se trata de una tentación para una elite, capaz de esas alturas estéticas, lo cual no es poco. Pero los hay. Y es mejor cuidarse de ellos, porque quien no tiene fe, por más que tenga una enorme sensibilidad estética, es un ciego que guía a otro ciego. 



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