Desde que se conoció la muerte del papa Benedicto XVI estamos asistiendo a la visibilización del conflicto que se acumulaba desde 2013 en el seno de la iglesia entre el sector “conservador” —y por tal me refiero en este caso a aquellos que, en línea con la tradición de dos mil años, sostienen que la iglesia es un institución fundada por Jesucristo con un fin trascendente y sobrenatural que consiste en la salvación de las almas—, y el sector “progresista”, integrado por aquellos otros que consideran que la iglesia es una institución humana —las más antigua y poderosa quizás— cuyo fin es inmanente y consiste en la promoción del hombre en todos los niveles, aún el religioso, pero otorgándole a este término un significado difuso, alejado de cualquier verdad dogmática o moral.
La semana pasada asistimos a hechos que hasta hace pocos días habríamos creído imposibles. Mons. Georg Gänswein, hizo públicas declaraciones explosivas en cuanto al impacto que tuvo en el papa Benedicto XVI la promulgación de Traditionis custodes, y el modo en el cual fue apartado de facto de su cargo de Prefecto de la Casa Pontificia, con las palabras que habría pronunciado al respecto el papa emérito: “Creo que el papa Francisco no confía en mí y desea que usted sea mi vigilante”. En los próximos días se publicará el libro de memorias de Mons. Gänswein; todo hace augurar que revelará muchos más detalles significativos.
Por su parte, y tal como detallábamos la semana pasada, el papa Francisco y su corte adicta de Santa Marta no se privaron de infligir cuantas humillaciones póstumas pudieron al papa Benedicto XVI. Parecería que aprovecharon sus exequias para dar rienda suelta al rencor contenido durante años, mostrando al mundo entero las profundidades de sus odios.
La pregunta que cualquier analista se hace es cómo ha sido posible que ambos actores expusieran de ese modo la gravedad del conflicto. Mons. Gänswein no es un improvisado y no podemos pensar que actuó impulsivamente. Un curial como él jamás caería en ese grueso error y, por otro lado y más importante aún, las entrevistas —al menos algunas de ellas—, ciertamente estaban grabadas con anterioridad a la fecha en que fueron transmitidas y sus memorias hace tiempo que también estaban listas para salir a la venta; un libro no se escribe, ni se encuentra editor, ni se edita en una semana. Es decir, cada uno de los pasos que Mons. Gänswein ha dado hasta ahora han estado cuidadosamente pensados y calculados.
No me parece que sea ese el caso del papa Francisco, astuto hombre de gobierno. Aún cuando su rencor contra el papa difunto fuera muy profundo, cuesta encontrar explicación a la chapucería de sus exequias. El presidente de Portugal emitió una crítica formal por el modo en el cual se manejaron las cosas y Václav Klaus, ex-presidente de la República Checa se preguntó públicamente las razones de tan triste espectáculo. El único motivo que se me ocurre es que Bergoglio estaba cegado por su ira —como ha ocurrido en otras ocasiones— , y no se detuvo a pensar en lo brutal y escandaloso de su comportamiento.
El Tagepost, un importante periódico alemán, consideraba que, con la muerte de Benedicto XVI comienza una nueva etapa en el pontificado de Francisco o, incluso, de la misma iglesia. Y la razón es que Ratzinger oficiaba como una suerte de fuelle que amortiguaba las furias de los conservadores frente a los desmanes de Bergoglio. O, como dijo el cardenal Müller, los conservadores podían ir a curarse al monasterio Mater Ecclesiae. Ahora ya no hay amortiguador y ya no hay tampoco casa de cura. El choque es inevitable y lo estamos viendo, y lo veremos en las próximos semanas.
Si miramos la situación de ambos bandos, tenderíamos a pensar que el progresista es el que lleva todas las de ganar. En primer lugar, porque es el que tiene el poder en la persona del Sumo Pontífice y de un buen número de cardenales y de obispos que le son fieles. Sin embargo, la muerte de Benedicto XVI ha llegado tarde; muy distinto habría sido el cantar si hubiese sucedido hace cinco o seis años. Ahora, Bergoglio es un pontífice desgastado y debilitado, y todos los que lo rodean en círculos más o menos próximos están esperando su muerte. Él jamás renunciará; sencillamente morirá como cualquier hijo de Adán, y no pareciera que ese momento esté muy lejano. Como los especialistas afirman desde hace algunos meses, en el Vaticano se huele a cónclave.
Por otro lado, el estilo de gobierno de Francisco, extremadamente autoritario, le ha creado enemigos en todas partes, aún entre aquellos que comparten su progresismo. Pensemos, por ejemplo, cómo puede haber caído en el cardenal vicario y en todo el clero romano la constitución apostólicaque promulgó el viernes pasado con la cual interviene, de hecho, la diócesis de Roma, y exige a su vicario, por ejemplo, que le consulte el nombramiento de todos los párrocos o las ordenaciones de cada uno de los seminaristas. Habría que remontarse muchos siglos en la historia de la iglesia para encontrar un papa dictador como Bergoglio. Su liderazgo, entonces, es débil. Quienes lo secundan no dudarán en abandonarlo y en comer frías las viandas de la venganza por las humillaciones que recibieron. Y a esto debemos agregar que no tiene tampoco el apoyo de las fuerzas progresistas más poderosas: el episcopado alemán y, con él, el de otros países de su órbita. Y no tiene tampoco el apoyo popular. La gente, el “pueblo fiel”, no es cercana al papa Francisco. Basta ver la escuálida asistencia de público que logra reunir cualquiera de sus apariciones públicas.
Bergoglio, entonces, es débil porque está viejo y enfermo; porque su pontificado se ha desgastado con mucho ruido y pocas nueces, porque su estilo de gobierno le ha granjeado innumerables enemigos y porque carece de apoyo y devoción popular.
Por parte del lado conservador, la situación es también compleja. No es un bando unificado, no tiene líder y está integrado por una multitud de tribus que recelan unas de otras, incapaces de distinguir entre lo principal y lo secundario y capaces, en cambio, de las mayores torpezas con tal de triunfar en una disputa sobre los motivos más insólitos y menores. Hay referentes, por cierto, y de variada intensidad: los cardenales Burke, Sarah; obispos como Viganò o Schneider, pueden ser los más conocidos. Pero también incluiría en ese grupo a los cardenales Müller, Pell, Erdo y Eijk, y a un buen número de obispos americanos. Pero, en el fondo, no dejan de ser referentes que carecen de liderazgo real. En mi opinión, el único modo en que el grupo conservador tenga chances reales de triunfar es que encuentre un líder capaz de unificarlos y con la suficiente sabiduría y fortaleza para enfrentar al progresismo.
Pareciera que los progresistas bergoglianos ya lo encontraron. Siguiendo la táctica peronista, ellos ya eligieron al enemigo y lo están señalando. Se trata de Mons. Georg Gänswein. Elizabetta Piqué, periodista en Roma, amiga personal de Francisco y su vocera oficiosa desde que era arzobispo de Buenos Aires, lo dijo el sábado en un artículo en La Nación: él es el vocero de los “ultraconservadores” enemigos de Francisco. Pocos días antes, se había preguntado si se había vuelto loco. Los ataques de todos los medios adictos contra Gänswein recrudecerán en los próximos días; no cabe duda que en Santa Marta lo ven como un peligroso líder capaz de unificar las fuerzas conservadoras. El problema es que los conservadores logren ponerse de acuerdo, dejen de lado sus fundamentalismos y sean capaces de adoptar estrategias conjuntas. No sería extraño que algunas de las tribus cuestionara a Gänswein porque se vacunó contra el Covid, otra porque celebra el novus ordo y otra le pida que abjure públicamente de Dignitatis humanae. La obcecación y falta de prudencia y sensatez son características de nuestros amigos.
El encumbramiento de un líder, sea Mons. Gänswein o cualquier otro, exige la ocurrencia de un suceso explosivo. Por la naturaleza jerárquica de la iglesia, los liderazgos son delegados; los líderes naturales son los obispos, y ya sabemos la calidad del episcopado católico actual. Es muy complejo entonces el surgimiento de un outsider, que siempre lo será relativamente puesto que es imprescindible que el tal sea obispo. Es necesario, para que esto ocurra, la aparición de un Gavrilo Princip que asesine a un archiduque en Sarajevo. Y en mi opinión, será el mismo Bergoglio quien asumirá ese rol, encendiendo la mecha del polvorín, y no sólo por su carácter impredecible sino porque es el único que tiene la capacidad, en virtud de su cargo, de provocar un conflicto de proporciones dentro de la Iglesia. En cualquier otro caso, cuando surge un conflicto, es el papa quien actúa como último árbitro y dirime la situación. Pero cuando es el mismo papa el que se empeña en generar dificultadas y provocar heridas y divisiones, no hay nadie a quien recurrir. A nadie, excepto a un líder.
Lo peligroso, lo extremadamente peligroso, es que Francisco tiene a la mano un posible conflicto capaz de detonar la guerra; hay un archiduque paseándose por Sarajevo. Según se comenta en los círculos vaticanos, la intención real y rabiosa de Francisco es nombrar al obispo alemán Heiner Wilme como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y se trata de un personaje calificado por todos como ultraprogresista, encolumnado en las decisiones más extremas del sínodo alemán. Para él, por ejemplo, la Santa Misa no es un elemento importante en la vida cristiana y propone una revisión completa de la enseñanza de la iglesia sobre la sexualidad. Se comenta que aún no fue nombrado por la fuerte oposición que Francisco ha encontrado en numerosos obispos y purpurados como el cardenal Müller. Pero si se empeñara en el nombramiento, lo cual es bastante probable dadas las circunstancias, no cabe duda que la iglesia entrará en una profundísima lucha y división que nadie sabe cómo podrá terminar.
Será éste el fin y el fruto último del pontificado de Francisco, el peor y más dañino papa de toda la historia de la Iglesia.