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La batalla por la verdad

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No es un tema sencillo. En tiempos de oscuridad como los que vivimos, donde resulta difícil distinguir contornos, donde todo es confuso y las referencias se opacan detrás de nieblas cada vez más densas, a veces nos preguntamos cómo defender y predicar la verdad, deber al que estamos llamados porque así lo exigió el Señor en su evangelio. 

¿Vale la pena, por ejemplo, enzarzarse en discusiones con enemigos de la verdad a través de medios de comunicación o de redes sociales? Creo que son cuestiones prudenciales, y cada uno sabrá qué es lo que conviene hacer según sea el caso concreto.

Y porque se trata de cuestiones prudenciales, me parece que ya no funcionan las recetas vintage que consistían en azuzar a todo el mundo a trenzarse en la “batalla por la verdad”, entiendo por tal hacer el mayor batifondo posible. La idea, por ejemplo, de que la verdad es por naturaleza combativa y que, necesariamente, está en una continua contienda contra el error.

Hay una brevísima carta que Dionisio Areopagita —el tan venerado y citado maestro de Santo Tomás— le escribe al sacerdote Sosípatro (PG 3, 1078), en la que lo reta porque parece que el curita no paraba de polemizar con los paganos intentando mostrarles el error en el que estaban y la verdad de la fe cristiana. Dionisio es claro: debe terminar con esa costumbre de imponerse a los otros en nombre de la verdad.

¿Es que el Areopagita era progre y pensaba que la caridad va primero y que es mejor no pelearse por amor a la paz? No. Ese no es su argumento. Lo que él explica es que la disputa no necesariamente implica que el otro pueda encontrar la verdad. Es decir, mientras gastamos energías en mostrarle al otro su error, las perdemos para hacer lo que debemos hacer por naturaleza: mostrar la verdad y no el error. Y muchas veces no se logrará más que el efecto contrario, puesto que la refutación del error del otro puede provocar en él una actitud refractaria a la verdad, a la que considerará una imposición externa y no el resultado de un encuentro personal.

Y va aún más lejos. Dice: «si algo no es rojo, tampoco es necesariamente blanco, y si alguien no es caballo tampoco es forzosamente hombre». Es decir, aun cuando yo sea capaz de mostrar el error del otro, eso no significa que yo esté en la verdad, que es justamente lo que importa. En opinión de Dionisio, la cosa no funciona así.

La conclusión del Areopagita es que a lo que está llamado el cristiano no es imponer la verdad a través de la disputa, sino ser reflejo de la Verdad, “iluminarla” a los demás, trasmitiéndole esa luz que él mismo ha recibido. Casi diría, es una actitud pasiva, como la del sol y de la luna, que se limitan a estar allí e iluminar. No se transmite la verdad mostrando el error; se la transmite iluminándola.

La verdad no necesita ser impuesta. Se impone ella sola. En todo caso, necesita hombres que la reflejen.



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