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La aspirina de lo accidental

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En alguna etapa de mi vida viví en Renania, la otrora zona católica de Alemania. Estando allí acompañé a un amigo, dedicado al negocio de la compra-venta de libros de segunda mano, a un antiguo monasterio ubicado en las cercanías de Colonia en el que se habían formado generaciones de misioneros a los cuales le deben la fe extensos territorios americanos y africanos. Como es de rigor en la primavera posconciliar, la enorme construcción albergaba a una decena de religiosos, comandado por el más joven de ellos, un chaval de setenta años. Estimo que el edificio, veinte años más tarde, estará vacío o funcionará en él un criadero de gallinas.

El motivo de nuestra visita era aprovechar la barata que los monjes hacían de su enorme biblioteca, pues habían decidido transformar el gran salón que ocupaba en una confortable sala de video y televisión a fin de solazar los últimos años de vida de los religiosos (preparación para una buena muerte, que le dicen). Los libros se vendían a 50 euros la caja —las utilizadas para el transporte de bananas—, sin importar el tipo de libros que en ellas se colocaran. Yo, tratando de obtener alguna ventaja de la crisis eclesial, y con la generosa venia de mi amigo germano, puede rescatar a precio más que de saldo varios ejemplares. Entre ellos, por ejemplo, laSuma de Teología de Santo Tomás de Aquino, en la edición comentada de la “Revue des Jeunes” y, también, una interesante obra en dos tomos de Mons. X. Barbier de Montault profusamente intitulada Traité practique de la construction, de l’ameublement et de la décoration des églises selon les régles canoniques et les traditions romaines avec un appendice sur le costume ecclesiastique (Tratado práctico de la construcción, del amoblamiento y de la decoración de las iglesias según las reglas canónicas y las tradiciones romanas con un apéndice sobre las vestiduras eclesiásticas), editada en París en 1878.

Se trata de un obra por demás curiosa, que relata usos y costumbres que parecieran alejados de nosotros por miles de años, aunque apenas sobrepasen el centenar. Explica, por ejemplo, que los cardenales, cuando se desplazaban en visitas oficiales por la ciudad de Roma, debía hacerlo en un cortejo compuesto por tres carrozas: en el primera va sentado el cardenal con un obispo a su izquierda y dos prelados frente a ellos. El vehículo debe ser colorado y dorado, con el escudo del cardenal pintado en las puertas. En la segunda carroza se traslada el maestro de ceremonias, el maestro de cámara que porta el capelo cardenalicio, un gentilhombre y un capellán. Y en la tercera se ubican el caudatario (aquel que lleva la cola de la capa cardenalicia), el ayudante de cámara y el decano de los domésticos de Su Eminencia. Los valets, vestidos de librea, marchan a pie, a izquierda y derecha del cortejo. No hay que olvidar que los carruajes deben ser tirados por dos caballo negros de larga cola, con sus cabezas adornadas de un penacho de seda roja, sus crines trenzadas y sus arneses decorados con flecos de seda.

Aunque más no sea que con la imaginación, uno queda sorprendido por la gala y solemnidad de tamaño cortejo, quizás demasiado pomposo y exagerado, sobre todo cuando se lo compara con los usos y costumbres del clero contemporáneo. Los italianos, por poner un caso, estaban bastante molestos la semana pasada por el modo casual de la entrada del nuevo arzobispo de Verona en su diócesis. Muchos dirán, y con razón que no vale la pena lamentarse por la pérdida de semejantes detalles, pues todos ellos son accidentales y, por tanto, de una importancia relativa. Lo que verdaderamente importa, sabemos, es la sustancia.

Más allá de la verdad del razonamiento, considero oportuna un reflexión acerca del status de los accidentes. La pregunta es: los accidentes ¿son tan accidentales como se piensa? Dicho de otro modo, que algo sea accidental, ¿significa, sin más, que carece de importancia y que, por tanto, no vale la pena preocuparse por él? Veamos un ejemplo: pensemos en un hombre llamado Juan, nacido en 1960 en Buenos Aires, ingeniero de profesión, católico practicante, casado y padre de tres hijos, morocho y con bigotes. Y pensemos en otro hombre llamado Christian, nacido en 1710 en Oslo, predicador luterano, casado y sin hijos, rubio y afeitado. Ambos seres tienen en común solamente el ser hombres, su sustancialidad, pero en cuanto a los accidentes, son totalmente diversos. En efecto, ¡qué distintos son Juan y Christian! Pero, ¿son en verdad tan distintos? Si solamente los separan algunos insignificantes accidentes…, deberíamos decir aplicando el razonamiento anterior. Sin embargo, para ellos no son tan insignificantes, y para nosotros tampoco.

Es que los accidentes no son insignificantes. Nosotros aparecemos a los demás y a nosotros mismos tal como nos hacen nuestros accidentes: altos o bajos, gordos o flacos, generosos o mezquinos, amables u hoscos, valientes o cobardes, prudentes o arrebatados. Nuestras virtudes y nuestros vicios son accidentes del alma. Por eso no podemos descuidar lo accidental aduciendo que es meramente accidental, y en cuanto tal, sin importancia, y que nuestro interés radica exclusivamente en la sustancia, ya que nos ocupamos de las cosas importantes. Y haciendo una digresión filosófica me preguntaría si no podemos hablar, incluso, de una “perseidad” de los accidentes, es decir, de un existencia accidental per se. Sobre ese tema se defendió en una universidad nacional una interesante tesis doctoral hace algunos años.

Esta reflexión tiene importantes aplicaciones en el ámbito de la fe. Por ejemplo, es habitual decir, en referencia al tema litúrgico, que la reforma conciliar, en definitiva, no fue tan importante: altar coram Deo o versus populum, latín o lengua vernácula, uno solo canon o diez plegarias eucarísticas, cáliz con velo o sin velo; todos estos son aspectos meramente accidentales que no modifican la sustancialidad de la Misa, ya que sigue existiendo consagración del pan y del vino, sigue ofreciéndose el sacrificio. ¿A qué tanto alboroto entonces? ¿Hacer tanto lío por unos cuantos accidentes? Obedezcamos a nuestros pastores, bajemos la cerviz, y Dios será servido de ese modo.

Por cierto que la orientación y ubicación del altar, la lengua litúrgica, el canon y demás elementos de la Santa Misa son aspectos accidentales, pero ¿son por ello insignificantes? ¿Es lo mismo, y no vale la pena hacerse mala sangre, si se es Juan o si es Christian? Juan no quisiera ser Christian, y la esposa y madre de uno no quisiera que se lo trocaran por el otro, aunque le explicáramos que los cambios de su esposo o hijo son meramente accidentales. Entonces, ¿es lo mismo la liturgia tradicional de más de quince siglos de historia que las ceremonias que son habituales en nuestra parroquias en la actualidad? ¿No valdrá la pena cuestionarse estos cambios “accidentales”?

No cabe duda que el recurso a la excusa de la accidentalidad es cómoda, no sólo para responder a los demás sino, sobre todo, para responder a las propias conciencias. ¿Para qué preocuparme por asistir a la misa tradicional si la nueva es también válida? ¿Para qué discutir con uno u otro justificando mi asistencia a la Misa de siempre en alguna capilla no oficializada por el obispo, pudiendo asistir a la liturgia de la parroquia de la esquina, aunque en ella hayan guitarras y bombos y el cura no se canse de decir herejías en el sermón? "Los cambios son todos accidentales y yo voy a la esencia de las cosas", se tranquilizan.

La aspirina del recurso al accidente tranquiliza fácilmente las conciencias, pero ¿es un remedio efectivo?



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