La Iglesia ha pasado por situaciones difíciles varias veces en su historia, y como tal eran percibidas por muchos católicos de esas épocas. Para no irnos tan lejos en los tiempos, traigo a colación un párrafo que escribía Joris-Karl Huysmans a fines del siglo XIX: “La buena nueva debe realizarse, ha dicho San Mateo, cuando ‘en el lugar santo se compruebe que llegó al colmo la abominación’. ¡Y ya ha llegado! Observen ese papa miedoso y escéptico, franco y retorcido [se refiere a León XIII], ese episcopado de simoníacos y de cobardes, ese clero jovial y muelle. Observen hasta qué punto están roídos por el satanismo, y díganme si puede caer más bajo la Iglesia” (La bas, c. XX). Han pasado casi ciento cincuenta años desde que fueron escritas esas líneas ¡y vaya si la Iglesia no ha caído más bajo! Hasta el mismo Huysmans se escandalizaría, y eso que no era hombre fácil de escandalizar.
Y reflexionando sobre esta cuestión, surge un punto interesante para analizar en la situación que nos toca vivir: ¿por qué son tan pocos los que ven lo evidente? ¿Por qué son tantos los que no ven la profundidad de la crisis y colaboran, con mayor o menor empeño, en continuar cavando el hoyo? No se trata de entrar en argumentos autocomplacientes que hacen referencia a los “pocos elegidos” o al “pequeño rebaño”. Dios sabrá quiénes y cuántos serán; no es tarea nuestra escudriñar esos misterios. Veamos más bien cómo es posible que obispos y sacerdotes que conservan la fe pueden aún seguir embarcados en la deriva demencial en la que hoy se encuentra la Iglesia.
Una primera respuesta creo que tiene que ver con algo que hemos hablado en varias ocasiones en este blog: la abdicación del pensamiento. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, dice el dicho popular, y en este caso podríamos agregar: “y posición que no se pierde”. Porque lo cierto es que muchos conocemos a un buen número de sacerdotes que por alertar sobre lo que ven, y consecuentemente, juzgar, son perseguidos por sus obispos y terminan privados de cualquier carga pastoral, inducidos a abandonar el ministerio y arrojados a la pobreza. Obispos con estas valentías son poquísimos, y todos arrinconados y lógicamente temerosos de recibir las misericordias pontificias.
La opción de no ver, entonces, parecería que no es más que la manifestación de una cobardía más o menos inconsciente. Pero no siempre es así. Creo yo que la inmensa mayoría no ve simplemente porque no está capacitado para ver. Tienen el ojo enfermo, y quien tiene el órgano de la vista enfermo, o no ve, o ve mal. Pero, ¿cuál es la enfermedad que puede afectar de tal modo la vista de la mayor parte de los católicos?
Probablemente no sea la única, pero ciertamente la más relevante creo que es la ideología del progreso, que ha calado hasta el último rincón de los huesos del hombre contemporáneo. Que todo debe progresar y que, necesariamente, el fruto de ese progreso, que es lo nuevo, es mejor que lo viejo, es una verdad indiscutible y campea en todos los ámbitos, desde la política a la educación, y desde la literatura hasta la música. Pareciera, entonces, que ese criterio también debe adoptarse en la teología y, en última instancia, en la fe. Desde el nacimiento de ese movimiento informe al que se llamó modernismo a fines del siglo XIX hasta nuestros días, fueron muchos los que buscaron atar a la Iglesia a esta dinámica. Y fueron exitosos.
En las verdades de la fe católica hay ciertamente un desarrollo. En el cenáculo de Jerusalén o en la casa de Priscila en Atenas, los apóstoles no discutían sobre las hipóstasis trinitarias, sobre las dos naturalezas de Cristo o sobre la concepción inmaculada de María. Todas estas son verdades que fueron floreciendo con el tiempo, desarrollándose en el seno de la Iglesia, merced a la dynamis o potencia del Espíritu Santo. Y fueron los concilios ecuménicos y, en los últimos tiempos, las definiciones dogmáticas las que las esclarecieron, más allá de que ya se encontraban in nuce en las primeras enseñanzas apostólicas. Es esto a lo que Newman llama el “desarrollo armónico de la doctrina cristiana”.
A partir del Vaticano II y del espíritu posterior que lo interpretó, la Iglesia se ató no ya a un desarrollo de la doctrina, sino a un progreso de la doctrina, cuya dynamis la proporciona no el Espíritu Santo, sino el espíritu del mundo. Y si alguien piensa que exagero, es cuestión de ver los intereses de los teólogos de más relumbrón que parlotean en el universo bergogliano: el sacerdocio a las mujeres y el cambio de la moral sexual en relación al matrimonio —lo cual ya se logró— y a la homosexualidad. Si la Iglesia cambiara su doctrina en estos asuntos, ¿podríamos hablar acaso de “desarrollo”? ¿Surgirían estas novedades movidas por el Espíritu de Dios? ¿Se encuentran escondidas en el Depósito de la fe? Evidentemente, no es el caso. Por eso mismo, la potencia o dynamis que impulsa estos cambios es la ideología del progreso que impuso el feminismo y el homosexualismo en el mundo y la Iglesia, atada a esa ideología, que es el nuevo espíritu que la mueve, corre a adaptarse a él. Aquí no hay desarrollo armónico; hay progreso suicida.
Volviendo a la pregunta inicial, creo que la gran mayoría de católicos son incapaces de ver el abismo al que nos están conduciendo nuestros pastores desde hace varias décadas, aun cuando el deterioro sea evidente, sencillamente porque la ideología del progreso inevitable y superador los ha atrapado, como atrapó a toda la cultura occidental. Y todos aquellos que se resisten a dejarse a atrapar por ella, son calificados de reaccionarios, o tradicionalistas, o fundamentalistas. Con eso es suficiente para confutarlos, silenciarlos e invisibilizarlos. No existen; son un puñado de locos.
La iglesia se ató al carro triunfal del espíritu del mundo. Y creo que el único Alejandro capaz de desatar ese nudo es Dios. Habrá que ver si utiliza el mismo método drástico que utilizó el Macedonio en Gordias.